Caminaba hacia el baño con pasos torpes, preguntándome una y otra vez qué acababa de pasar. Mi corazón parecía un acordeón mal tocado: a veces apretado, a veces a punto de salirse del pecho. ¿Él… Alessandro? ¿Acaba de… ser dulce conmigo?
Todavía sentía el abrazo, la calidez de sus brazos rodeándome con firmeza, como si quisiera protegerme de todo y de todos. Y lo peor de todo… me pidió disculpas. Yo, Aurora, de pie en medio del pasillo, intentando procesar la escena, no podía creerlo. Él, el jefe amargado que gruñía más que un gato hambriento, había sido… humano. Incluso un poquito tierno.
Mientras abría la puerta del baño, mi mente corría a mil:
"Quizá… solo quizá se dio cuenta de que fue cruel. Quizá se arrepintió. Quizá… no, no, no. ¡Controla tu corazón, Aurora! Controla ese corazoncito de pollo."
Me miré en el espejo y suspiré. Mis mejillas estaban rojas, mis ojos brillaban, y de algún modo todo mi cuerpo parecía conspirar en mi contra. Me señalé a mí misma como si pudiera darme un sermón que funcionara:
—Muy bien, Aurora… escúchame —dije en voz baja, hablando con mi reflejo—. Él es tu jefe. Sí, tu jefe amargado, gruñón, emperador de las caras serias. Ese hombre no es para suspirar ni para perder la cabeza. ¿Está claro?
Mi reflejo me respondió con esa mirada burlona que siempre hace cuando intento convencerme de algo imposible.
—¡No me mires así! —protesté, haciendo gestos exagerados frente al espejo—. ¡Contrólate, corazón de pollo! Un abrazo no significa… ¡nada! Fue un abrazo profesional, profesionalmente cálido… profesionalmente delicioso… ¡Aurora, cállate!
Me eché agua en la cara, como si eso pudiera apagar el incendio que sentía por dentro, pero no funcionó, todo seguía latiendo, recordándome que estar cerca de él era imposible. Imposible y dolorosamente… divertido.
Porque por más que intentara convencerme de que Alessandro era solo mi jefe, que era un ser amargado, que debía controlarme… mi corazón seguía haciendo malabares imposibles entre el miedo y la curiosidad. Y lo peor… es que no quería que dejara de hacerlo.
El resto del día en la oficina fue… sorprendentemente tranquilo. Demasiado tranquilo, de hecho. Alessandro volvió a ser el de siempre: frío, distante, sin palabras, como si fuera un robot recién sacado de fábrica. Intenté no pensar en la versión dulce de esta mañana, pero mi cerebro insistía en reproducir cada gesto, cada abrazo, cada disculpa que él me había dado.
A las 2 de la tarde nos dirigimos a la mansión. Lo ayudé a instalarse en su cuarto con cuidado, tratando de no invadir su espacio, porque él parecía un lobo territorial incluso en su propio hogar.
—No te saltes la cena —le dije con suavidad, sabiendo lo que la abuela Giovanna me había contado: que ayer apenas había probado bocado.
Él gruñó, como siempre, y yo puse los ojos en blanco:
—No acepto réplicas, Alessandro. —Sonreí, dulce y calmada—. Mañana temprano estaré aquí.
No dijo nada, ni una palabra, ni un gesto. Simplemente se quedó en su cuarto y yo salí, cerrando la puerta tras de mí. Afuera, me esperaba Fiorella en su Mercedes. Subí con un suspiro de alivio: necesitaba urgentemente una “desintoxicación Alessandro”.
—Bueno, cuéntame, ¿cómo te fue hoy con el lobo amargado? —preguntó Fiorella mientras arrancaba, con esa sonrisa traviesa que siempre lograba sacarme de mis pensamientos.
Resumí brevemente: frío, distante, sin señales de humanidad. Fiorella estalló en risas y lanzó su primera broma:
—¿Qué tal si le llevamos un peluche? Quizá le enseñe a sonreír.
—Ja, ja, muy graciosa —dije, rodando los ojos—. Yo creo que un peluche moriría de miedo en ese cuarto.
—Hoy vamos por comida mexicana —dijo—, tranquila, nada de lugares pretenciosos.
Nos estacionamos frente a un restaurante pequeño y acogedor. Pedimos nuestra comida, y cuando Fiorella me ofreció un trago, no dudé en aceptar.
—Aurora… —dijo, arqueando una ceja—. Apenas tomas.
—Hoy lo necesito… doble —contesté, levantando mi copa y riendo.
Ella rió y brindamos. La primera copa se convirtió en la segunda, la segunda en la tercera, y pronto estábamos conversando a carcajadas, un poco más relajadas de lo habitual. Entre bocado y bocado, Fiorella no pudo evitar lanzar un comentario mordaz sobre Alessandro:
—Ese hombre parece más un robot que un ser humano, siempre igual, frío gruñón. ¿Seguro que es humano?
—No seas injusta, no hables así de él—lo defendí, con media sonrisa dibujada en mi cara—. Solo… tiene su manera.
Fiorella abrió los ojos, fingiendo sorpresa:
—Aurora… ¿te enamoraste de Alessandro?
Negué, aunque ya no estaba segura de mi propio corazón:
—Nooo…
—Sí, sí lo estás —insistió, con una sonrisa maliciosa—.
Exploté, incapaz de contenerme:
—¡No sé! —dije, golpeando ligeramente la mesa con la palma de la mano, mientras derramaba un poco de tequila—. Pero siento… siento que me gusta. ¡Y estoy lejos de ser la chica que un hombre como él querría!
Fiorella suspiró y me dio una mirada seria… pero divertida:
—Aurora… debes controlarte. Alessandro es un lobo, y ahora un lobo amargado, no es hombre para ti.
Reímos, pero ahora con un dejo de tristeza mezclada con copas de más. Cada trago hacía que mis pensamientos sobre él fueran más fuertes, más confusos, más… imposibles.
—¿Sabes qué? —dije, con voz arrastrada por la bebida—. Aun así… no puedo evitar pensar en él. Su abrazo, su voz, su… todo.
Fiorella rodó los ojos y me dio un codazo:
—Aurora, corazón de pollo, ¿vas a llorar sobre tu lobo amargado toda la noche o vamos a comer tacos?
—¡Tacos! —grité, brindando de nuevo y derramando un poquito más de tequila—. Pero también… un poquito de lobo amargado en mi corazón.
Nos miramos y estallamos en carcajadas otra vez, entre tacos, risas y copas. Esa noche, entre bromas y confesiones, entendí que amar a Alessandro era como tratar de atrapar un lobo en la lluvia: imposible, peligroso, pero imposible de dejar de mirar.