- ¡Déjalo en paz, Claudio! - Le gritó Magdalena para que soltara a Gaspar.
El pobre niño de unos 8 años estaba siendo acosado por el habitual trío de hostigadores una vez más. Era uno de los muchos que sufrían de bullying dentro del orfanato. Algunos, como él, tenían la “buena suerte” de sufrirlo a manos de otros niños, pero otros menos afortunados, lo sufrían a manos de aquellos que debían cuidar de ellos.
Los “suertudos”, eran defendidos por alguno de sus pares que a fuerza aprendieron a defenderse y a armarse de valor para cuidar de que otros no sufrieran lo mismo que ellos, como era el caso de “Magda”. Los “desafortunados”, como ella, sufrían tratos denigrantes por parte de la Madre Superiora y dos de sus religiosas, quienes se encargaban de infligirles castigos ejemplificadores para que el resto de los niños del lugar no cometieran los mismos “pecados”.
Eran mujeres que tenían inhabilitados sus instintos maternales, sobre todo la Madre Superiora, que de madre solo el nombre, porque usualmente era la más cruel de las tres. La autoridad que ejercía con puño de hierro dentro del orfanato hacía que muchos de los pequeños se las ingeniaran para escapar de aquella prisión a la primera oportunidad que se les presentara.
Magda podía hacerlo, ya sabía cómo lo habían hecho algunos en el pasado, pero no quería irse y dejar atrás a todos aquellos incapaces de defenderse solos. Sentía que sin su ayuda y constante protección, el sufrimiento reinaría en el corazón de aquellos pequeños. Ella era una de las más grandes. Tenía ya 12 años y era sumamente inteligente. Tanto, que las religiosas veían en ella un peligro constante de rebelión. Creían que ella era la responsable de la ola de insurrección que estaba afectando últimamente a los niños bajo su cargo. Por ello cada vez que alguno de los hostigadores la acusaba injustamente delante de aquellas religiosas, éstas gozaban el castigarla de las maneras más denigrantes posibles. Los castigos iban desde limpiar las letrinas de todo el orfanato, desmalezar los jardines llenos de ortigas sin guantes, hasta darle de varillazos en sus pantorrillas si osaba defender su inocencia.
Pero Magda era fuerte de espíritu. Siempre estaba alegre delante de los demás aunque por dentro sufría tanto o más que todos ellos juntos. Los niños más pequeños la consideraban como una verdadera madre al igual que a sus amigas Ada y Ema. Aunque ellas también cuidaban de los menos afortunados, era Magda quien los instaba a no dejarse aplastar por los demás, a luchar por defenderse y a no dejarse humillar por ser niños abandonados. Nadie tenía derecho a denigrarlos ni hacerlos sentir que no merecían lo mismo que el resto. Quería grabar a fuego en el corazón de aquellos pequeños que ellos eran tan valiosos como cualquier niño con una familia y un hogar.
Su amor hacia los más débiles siempre la hacía ganarse el odio de los acosadores y también de las religiosas, pero no de todas. Había una monja en particular que procuraba el bienestar de los niños y en especial de Magda. Era Sor Margarita. Ella siempre buscaba la forma de ayudar a la pequeña Magda a sobrellevar los castigos y la defendía delante de las otras monjas, sobre todo delante de Sor Caridad y Sor Piedad, quienes deshonraban descaradamente las cualidades que regían sus nombres.
- Deja de entrometerte, niña metiche. – Le respondió Claudio, quien era el líder de los tres matones. Gonzalo y Héctor hacían todo lo que él les decía. Eran igual de matones, pero vivían a la sombra de Claudio, a quien no se atrevían a llevarle la contra, aunque muchas veces no estuvieran de acuerdo en las cosas que éste le hacía al resto de los niños.
- ¡Te dije …… que lo dejes …… en paz! Gaspar no te ha hecho nada como para que lo molestes y lo intimides. – Lo increpó nuevamente Magda, quien para ese momento ya se había colocado delante de Gaspar para protegerlo y se estaba arremangando la blusa para batirse a duelo con los tres si fuese necesario. Claudio sintió temor de ella y con una sola mirada ordenó a sus secuaces a alejarse de ellos.
Gaspar había llegado a los 4 años al orfanato luego de que su madre muriera. Al ser madre soltera y sin más familia, Gaspar quedó a la deriva como muchos otros, siendo enviado por las autoridades correspondientes a uno de los tantos orfanatos que había en la región. El “Perpetuo Socorro”, como se llamaba dicho orfanato, albergaba niños hasta los 13 años. Si éstos no eran adoptados antes de esa edad, eran trasladados a centros juveniles con niños mayores a quienes casi era imposible encontrarles una familia, y una vez alcanzada la mayoría de edad, simplemente eran arrojados a las calles para que emprendieran sus vidas como adultos, claro que sin darles las herramientas necesarias para ello.
La gran mayoría no llegaba a disfrutar nunca de un futuro prometedor.
A Gaspar aún le quedaban algunos años para que eso ocurriera, pero no así su amiga Magda. En solo un año más sería trasladada y ese pensamiento era un constante sufrimiento para Gaspar. Magda no solo era su salvadora, sino también la dueña de su pequeño e infantil corazón.
Desde que llegó a ese maldito lugar, sufrió mil y una penalidades. Los niños como Claudio, Gonzalo y Héctor vieron en él el objeto de sus burlas y acosos, más aún después de que la primera noche en ese lugar, mojara su cama. Aún recordaba cómo la Madre Superiora lo agarró de un brazo y lo arrastró hacia el patio luego de que los tres niños fueran a contarle lo sucedido. Su colchón fue arrastrado afuera junto con él y se le ordenó lavarlo con sus propias manos y dejarlo al sol para que se secara mientras él lo sostenía con sus frágiles brazos.