Amor de Invierno

Capítulo II

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Durante la noche la lluvia sigue cayendo. Pero ya no es tormentosa, sino mansa. Se oye el correr musical del agua en las canaletas y un concierto de goteos. Don Miguel ha cenado su bife a la plancha con papas, se ha vestido su fresco pijama y apoltronado en su mullido sillón, a la luz de un velador, lee El Erial, de Constancio C. Vigil. Lo ha leído de muchacho, de adulto, y en la ancianidad vuelve a leerlo. Arrastrando los pies, se acerca a él la anciana ama de casa, que trae un vaso y una pastilla roja en un platillo.

-Su pastilla de las nueve, Miguelito.

Tiene derecho a llamarlo Miguelito porque así lo llamó de niño, cuando vino de criada-niña y le dedicaron a cuidar al niño.

-No es mi pastilla de las nueve, Marcelina, sino tu pastilla de las 10.

-Jesús... es que no encuentro mis lentes.

-Los tienes puestos, Marcelina.

-Últimamente ando algo distraída.

Y se marcha a cambiar la pastilla, murmurando que «debo cambiar de lentes, o dejar de ver la televisión».

Don Miguel prosigue su lectura. No lee, repasa lo ya sabido de memoria, como un hombre fatigado de andar el mismo sendero y sin ánimo de buscar uno nuevo.

-Además -dice para sí-, si leer es como remar por un río torrentoso, El Erial es un remanso donde echarle el anzuelo a los recuerdos. Marcelina vuelve con un vaso de leche tibia.

-¿Y la pastilla, Marcelina?

-¿Qué pastilla?

Paciente, don Miguel se toma la leche y devuelve el vaso. Marcelina   —14→   se marcha con prisa, con toda la prisa que permite sus ochenta y cinco años porque está a punto de empezar Diana Salazar.

Don Miguel cierra los ojos. Recuerda la aventura del cementerio, y a la anciana Sara.

-Pintoresca, la señora.

Le resulta nuevo eso de tomar la vida en solfa, de ser anciana y ponerse a bailar al borde de la propia fosa. Tomarle el pelo al mundo con sus dos gatos y su perro, emitiendo por los poros una vitalidad cínica, inextinguible.

-Me llamó solemne, tieso y pacato... ¿Lo soy? Posiblemente. Tomo a la vida demasiado en serio y a mi mismo también demasiado en serio. Me pregunto si no es una tontería, ahora que los años se acaban. Quizás los años desgastan la capacidad de la alegría, y nos la reemplaza por la chochez, porque ocurre que estoy hablando solo.

Se levanta, marca cuidadosamente la página del libro que no leyó y se encamina a la amplia cama, donde se siente demasiado pequeño desde que su esposa murió y dejó de compartirla. El cristal de la ventana está empañado. La lluvia ha cesado, pero se oye el goteo de los árboles del patio escurriendo agua. Cierra los ojos y trata de dormir, como todas las noches, sabiendo que solo conseguirá llegar al portal donde la vigilia termina pero no empieza el sueño, o es un sueño tan leve y transparente que las cosas siguen siendo, enfundadas en un velo de alejada realidad.

Allá en la otra casa, Sara, 78 años reales, vestida con un inmenso camisón de franela acaba de sacar afuera a Gorbachov y Lenin, que maúllan resistiéndose a salir a la noche mojada. Bush simula dormir con el hocico entre las patas, pero tiene un ojo abierto, a la espera temerosa de que también sea expulsado de la calidez de su trozo preferido de piel de oveja. Sara no lo ve y se marcha a su dormitorio, y Bush, con un suspiro de satisfacción, empieza a dormir de veras. Sara apaga las luces y se acuesta. Afuera todavía hay un rumor de humedades vivas, pero las gotas de la brecha del techo siguen cayendo en la palangana, produciendo un ruido musical, rítmico, que Sara adapta a una melodía vieja como el tiempo ido.

Sonríe en la oscuridad pensando en el encuentro del cementerio. Hace cuentas de que hace semanas que no habla con nadie, porque no tiene con quién hablar, salvo con Gorbachov, Lenin y Bush, y su hijo, en ese orden, porque el más verboso diálogo con Raúl, su vástago, fue el mes pasado.

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-¿Necesitas algo, mamá?

-No, hijo, no me falta nada.

-¿Fuiste al médico?

-Fui.

-Bueno, mamá, me voy, tengo algo que hacer -dice, mirando su reloj pulsera. Y se va.

Pero el viejo... ¿cómo se llamaba? Ah sí, Miguel, era más apto para la conversación. Parecía tener también sed de palabras. Y fue amable.

Y dijo que la visitaría, sin ofenderse por lo de las masitas y la botella.

-Es bueno tener un amigo -susurró en la oscuridad- anque fuera para sentirse viva... ¿Cómo se decía?, sí, comunicada. Extraña palabra que no sé por qué me suena a víspera de Nochebuena, como una espera que terminará en algo agradable.

Afuera, se oye un maullido urgente, como una llamada de amor.

-Es Gorbachov, el más galante de los dos.

Y se durmió.

En la noche, el cielo se ha aclarado. La luna, como un letrero luminoso, se enciende y apaga al paso de las nubes veloces. La tierra mojada se despereza con la lujuria de una mujer que acaba de ser poseída. Don Miguel transita en la línea del sueño y la vigilia. Sara oye en sueños el goteo metálico del techo, y le parece escuchar la melodía de «Isla de Capri».



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