Capítulo III
Se siente un poco ridículo cuando se acerca al mostrador de la confitería. ¿Cuántas masitas debe comprar? ¿Un kilo? ¿Cuántas masitas hay en un kilo? Deben ser muchas, pero mejor pecar por exceso que por carencia. Además, si sobraban masitas, estaban los gatos y el perro. Decide comprar un kilo de masitas.
-¿Surtidas? -pregunta la vendedora.
-¿Cómo dice?
-Si las quiere surtidas, un poquito de cada una.
-Surtidas.
-¿Las pongo también con crema?
-¿Van bien con el té?
-Pienso que sí.
-Está bien.
Se sienta al volante. Arranca. General Santos y Pirizal. El motor de ocho cilindros en línea, su último orgullo viril, zumba con suavidad. La trompa, como la proa de un trasatlántico oscila con suavidad y se abre paso por la avenida. Aquí está, General Santos y Pirizal. Mientras busca el timbre, tiene el ojo alerta al perrazo peludo, un mosaico de razas mezcladas que estaba dormitando al otro lado del portón de hierro, que después de todo, tiene la mirada amistosa de un perro que no quiere conflictos. No encuentra timbre alguno y bate palmas. El perro ladra, pero en dirección a la casa, como enseñado a anunciar visitas. Se abre la ventana, pero solamente una brecha que da lugar a media nariz y un ojo.
-¿Usted?
-Yo -le dice don Miguel y exhibe el paquete de masitas, que se ha puesto un poco grasiento.
-¿Por qué no avisó?
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-Porque no encontré su teléfono en la guía. Como no sabía su apellido me pasé buscando todas las Saras de la A hasta la Zeta.
-No tengo teléfono. Bueno, tengo que ponerme algo decente. Mientras tanto vaya al coreano y compre algo de té instantáneo.
-¿También la leche?
-No tomo leche.
-Y a mí me da flatulencias. Será entonces sin leche.
Camina hacia la despensa, mientras Sara se despoja del astroso batón y viste un vestido azul. A último momento decide ponerse el grueso collar de coral que, dicen que, perteneció a su abuela. Se mira al espejo.
-Parezco la bandera paraguaya -dice, pero lo deja así.
Más tarde, el kilo de masitas ha desaparecido con la ayuda de los dos gatos. Lenin parece haberle tomado cariño al visitante y no cesa de ronronear y frotarse contra sus piernas. Gorbachov es menos sociable.
-¿Estuvo bueno el té?
-Preparado a punto, Sara. Y fue toda una experiencia tomar té en un vaso.
-Es que sólo me queda una taza de un juego de doce. Bueno, ¿y ahora qué hacemos?
-¿Eso que está ahí es un tocadiscos?
-Sí, es un tocadiscos, aunque parece un ropero. Me lo regaló el papá de mi hijo, en el aniversario de lo que hicimos sin el santo sacramento. Es Telefunken, si quiere saber.
-¿Funciona?
-No. Un día se quedó mudo y mudo quedó. Llamé a un técnico, miró adentro y me recomendó que lo transformara en una cómoda. Me apenó mucho, porque la música me acompañaba. Tengo un montó de discos. Deben estar por ahí.
-¿Le gusta la música, Sara?
-Me encanta -respondió Sara y se puso a cantar: «Como no hay mar sin orillas, como no nubes sin cielo, como no hay día sin sol, no hay amor para mí sin tu amor...».
-Tiene una buena voz.
-¡Adulón!
-En serio. Yo también cantaba en mi juventud.
-¡No creo!
-¿Y por qué no?
-Ya le dije. Habrá sido un joven muy solemne.
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-¡Cantaba!
-¿Qué?
Don Miguel carraspeó y cantó:
«Háblame de amores, Marión...Dime que me quieres, Marión...»
Caramba, ya no recuerdo el resto.
Sara empezó a tararear la melodía de «Marión», y él le hizo dúo, vigilándose mutuamente para pescar una nota equivocada, pero llegando triunfalmente juntos a la última. Sara reía a carcajadas.
-¡Hace tanto tiempo que no me divierto!
-¡Yo también!
-¿No tiene otro traje?
-¿Qué?
-¡Usa el mismo traje negro para ir al cementerio y para venir a tomar el té con una dama!
-Bueno, en verdad... no he visto la necesidad.
-¿No sabe que el negro deprime?
-¿De verdad?
-Es como ponerse de luto por sí mismo.
-Eso suena muy fúnebre.
-¡Su aspecto es fúnebre! ¿No tiene dinero para hacerse un traje un poco más optimista?
-El dinero no es problema. Tengo una renta que...
-Entonces mándese hacer un traje decente, y guarde esa funda de piano para ir a los velorios. ¡Incluso para el suyo!
-Ahora la fúnebre es usted.
-Los muertos se ven mejor de negro.
-Los muertos se ven muertos -respondió irritado don Miguel-. ¡Ni mejor ni peor!
-No se enoje. Le pido perdón. Que vuelva la alegría -dijo Sara, y se levantó de su asiento, cantó un vals y se puso a danzar.
-En la inmensidad de las olas flotando te vi...
-Y al irte a salvar, por tu vida mi vida perdí... -respondió él, y se levantó a tomarla de la cintura.
Cantaron a dúo y danzaron el viejo vals, hasta que el momento mágico fue interrumpido por Bush que trataba de morderlos pantalones a ese sujeto que parecía estar maltratando a su querida ama. Fatigados, se sentaron de nuevo.
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-Juventino Rosas -dijo él.
-¿Quién?
-Juventino Rosas es el músico mejicano que compuso ese vals.
-¡Jesús! Qué ignorante, ¡es de Strauss!
-¡Juventino Rosas!
-¡Es de Strauss! ¡Todos los valses son de Strauss!
-¡Qué loca!
-¡No te permito que me llames loca!
Don Miguel soltó una carcajada.
-¿De qué diablos te ríes?
-¡Me está usted tuteando!