Capítulo VII
Don Miguel salió del baño enfundado en su batón y secándose el pelo con una toalla. Miró con desconsuelo el traje negro extendido en la cama. Ruiz Díaz le entregaría el traje nuevo recién el viernes o el sábado, o el lunes. De modo que Sara debía soportar una vez más su traje negro. En compensación, se puso una camisa nueva que había comprado el día anterior, y después los mocasines negros, que encontró molestamente livianos, como si anduviera en zapatillas. Contempló su cara acabada de afeitar y recordó que antes quedaba una sombra azulada, pero ahora ya no, porque la barba se había vuelto blanca. Vestido completamente, volvió a contemplarse en el espejo.
-No estás del todo mal -le dijo a su imagen.
-No sé para qué diablos quieres estar bien -le contestó la imagen-. Tengo una cita, ¿recuerdas?
-La palabra no cabe, y lo sabes bien -le replicó la imagen.
-¿La palabra «cita» no cabe?
-No. Porque tiene una connotación de aventura, de romance, y acaso pecado.
-Gracias por ser tan estimulante. ¿Aventuras? ¿Qué es la aventura? Un rompimiento de la rutina. Cruzar un umbral sin saber qué se va a encontrar. ¿Y romance? ¿Hay que tener una definición estereotipada del romance? No veo la razón. Concluyamos que el romance es un intercambio. ¿De qué? De pasiones, supongo. Pero... ¿por qué no un intercambio de sosiego? ¿Un intercambio de cansancios? ¿Un intercambio de esperanzas?
-¿Se tienen esperanzas a tu edad, viejo loco? -preguntó el espejo-, ¿Por qué no?
-¿De qué? Esperanza es esperar. ¿Qué?
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-De no andar medio muerto antes de morir -replicó irritado don Miguel.
-¿Y qué papel juega una mujer en esto?
-No es una mujer. Es otra persona vieja.
-De sexo distinto -insistía el espejo.
-Es cierto. Eso le pone una capita del ilusión a la esperanza. Es como volver a ser niños y jugar a ser novios. Y se completa así el círculo de la vida. No es tan malo. Volver a la infancia después de haber aprobado todas las culpas, y recuperar la inocencia al fin.
El del espejo calló.
-Olvidemos entonces el pecado implícito en la cita -dijo don Miguel, y llamó a Marcelina, que apareció arrastrando los pies.
-Salgo, Marcelina. No me esperes levantada.
-Levantada o acostada es lo mismo. No duermo mientras no vuelves, chiquitín. No te olvides de cenar.
-Me llevo la llave. Pórtate bien.
Sacó del garaje, con experta marcha atrás, el poderoso Buick. Y mientras manejaba, silbaba. ¿Cuánto tiempo hacía que no silbaba? Ni lo recordaba, pero era sorprendente que de repente sintiera ganas de silbar, especialmente aquella melodía que de pronto se desempolvó en la memoria. ¿Cómo era la letra? Ah sí, canturreó:
-Labios de miel que besaron mis labiosojos de sol que me hicieron soñary en la emoción de tus besos tan sabiosdesglosaba mi alma un cantar.
En su mente apareció el rostro ovalado y la melena castaña y ondulada de Cristina. Bailaban muy juntos, muy jóvenes, muy novios y muy vivos aquel foxtrot.
-Y dónde estarás ahoraacordate de mímientras mi querer te lloravuelve mi emoción hacia ti.
Cristina apoyaba su mejilla tibia contra la suya.
Y él aspiraba la fragancia de su cabello y seguía la música.
-¡Epa, abuelo, mire por donde va!
El grito destemplado lo arrancó de la ensoñación. Se dio cuenta de que estuvo a punto de atropellar a una pareja de muchachos con libros bajo los brazos. Frenó.
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-Disculpen, chicos.
-No es nada, señor -dijo el muchacho.
-A su edad ya no deberían manejar -dijo la muchacha.
-Debería estar sentado en un sillón mirando afuera y acariciando un gato.
Rieron divertidos y se alejaron tomados de la mano. Alguna vez, Cristina y él...
Pero Cristina estaba muerta mucho tiempo ya. Ahora le esperaba Sara. Puso en primera y retomó suavemente su camino. ¿Cómo había dicho la chica? Debería estar en un sillón mirando afuera y acariciando un gato. Mirando afuera, mirando por la ventana, viendo pasar el tiempo que a cada minuto, se llevaba algo de él mismo. Pero no. Podía manejar, sí señor. Podía salir a tomar el té con una dama. Podía aún vivir. Vete al diablo, chiquilina.
Cuando llegó a casa de Sara, sintió una atmósfera distinta.
-Buenas tardes, Sara.
-Hola, Miguel.
Se sorprendió un poco porque Sara estaba allí, de pie, con las manos unidas de una niñita avergonzada de recitar, soltando risitas y meneando los hombros. Indudablemente esperaba algo especial. ¿Qué, Señor mío? Y de pronto se dio cuenta. Parecía que parecía más joven.
-Hermoso vestido, luces elegante.
-¡Gracias! -susurró Sara y se acarició el pelo.
-Y ese peinado. Es una obra de arte. ¿Qué huelo? -se acercó y aspiró.
-¡Seducciones de Oriente! -aclaró ella.
-¡Funciona en Occidente! Me siento seducido, señora.
Sara se puso ceñuda.
-No suena del todo sincero desde ese traje negro.
-¡Mandé confeccionar uno más claro! Lo juro. ¿Ves mi camisa?, es nueva. También mis zapatos son nuevos.
-¡Mocasines! Te estás humanizando, Miguel.
-Siento como si anduviera descalzo. ¿Y el té?
-No hay té.
-¿Hacemos dieta?
-No, vamos a salir a tomar el té.
-¿Salir?
-Sí, salir, salir, ir a una confitería. Charlar.
¿Por qué no? -se dijo Miguel.
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-Excelente idea. Pero si me haces una promesa.