Amor de Invierno

Capítulo XII

ArribaAbajoCapítulo XII

Una punta roja encendida brillaba en la oscuridad, allí donde el rugoso limonero empezaba a madurar. Era el cigarro que don Miguel se permitía apenas una vez por semana, violando la prohibición estricta de su médico. Sentado en un sillón de mimbre, vestido con un liviano buzo de algodón y viejos pantalones de entrecasa, los pies metidos en zapatillas, meditaba. El olor de los frutos en sazón le traían recuerdos. Cristina y él lo habían plantado juntos, como el aguacate que ahora era viejo y tosco de tronco, pero lozano en el follaje. Ahora el limonero era tan alto que casi le tapaba la luna. Cristina la solía prohibir que arrancara los frutos maduros, porque el limonero era suyo, y el árbol lo sabía y sólo fructificaba para su dueña. Si cualquier otro tocara un fruto, se enojaba y se secaba. Murió Cristina y el limonero siguió vivo, dio nuevas frutas y fue indiferente a las cosechas de la vieja Marcelina y a las de él mismo. Quizás en su pena, al limonero ya no le importaba que le arrancaran sus frutos.

Don Miguel se preguntó qué pasaría cuando él mismo muriera. El arbolito le sobreviviría, sería parte de la herencia que recibirían sus hijos, y quizás el arquitecto casado con su hija cumpliera el sueño de edificar allí un edificio de consorcio. Entonces cortarían el limonero, y el aguaí, y el aguacate, y la lima de Persia; el naranjo del fondo, tan viejo y cansado que sólo daba frutitas enanas cada agosto, y la morera donde el gusano tejía su sarcófago para encerrarse en él en agosto y renacer mariposa en setiembre.

-Por lo menos ese gusano sabe que existe otra vida -se decía a sí mismo-. Sabe lo que no sabe el hombre, o lo que el hombre sólo presiente, o desea, o espera. ¿Pero por qué estoy pensando en eso? Esa mujer torrencial, esa vieja con alma infante me ha empujado a una   —56→   aventura inconcebible. ¿Cómo dijo cuando fuimos a traer al bebé a su casa? Sí, dijo que ahora tenemos una razón para no morir. No dijo «razón para vivir». Dijo: «razón para no morir», como si pensara que estamos obligados a vivir, porque una vida nueva dependía de nosotros. Es loca la dama ésa, pero tiene una energía poderosa que me lleva a cometer disparates como falsificar documentos, pero lo hago. No digo no. La aventura me atrae como le atrae a ella. Sólo que ella se lanza de cabeza al agua. Yo entro caminando cuidadosamente, pero es la misma agua, el mismo riesgo, la misma locura de jugar a ser padres de una muñeca. Dios, de nuevo otro círculo que se cierra. La vuelta a la infancia. Pero no, no es infancia, es juventud. Jugamos a ser padres jóvenes. Lástima que será un juego tan corto, porque vendrán a llevarse a la chiquilla, o quedará para decimos adiós, quizás más pronto de lo que creemos. ¡Caray! Otra vez la idea de la muerte. Antes de conocerla, pensaba poco en la muerte. Ahora sí. Es que la soledad de la «tercera edad» (horribles palabras) viene envuelta en celofanes negros, como si la muerte formara parte inevitable de la soledad, pero rota la soledad, de regreso a la vida, queremos más vida, y pensamos en la muerte como la enemiga que traza una raya en la tierra y dice que de aquí no pasas. Y la raya está tan cerca, casi debajo de nuestras narices. Pobre niña, que mal le hemos hecho. Aprenderá a decir mamá, o papá, y después «adiós». Sara, Sara, el sentido que le encontraste a nuestra alianza no tiene sentido, porque no tiene continuidad en el tiempo. Es una aventura sin futuro.

Don Miguel se dejó adormecer. El cigarro se había apagado y lo tiró. Cantaban los grillos su extraño concierto de chirridos dialogales. Los murciélagos pasaban veloces lanzando chillidos. Una suave brisa hacía crepitar el follaje y traía la azucarada esencia de las pomarrosas maduras del patio vecino. En alguna parte corría agua. Una canilla que el descuido dejó abierta o una canilla ya vencida, y había un rumor de arroyito que dejaría al amanecer una minúscula laguna donde vendrían los gorriones a darse un baño y esponjar las plumas. Don Miguel se mecía en la frontera del sueño, con la mente suficientemente clara como para recordar que no había preguntado cómo se llamaría la niña.

-Le pondremos Aurora -se dijo-, es la palabra más alejada de la noche.



  —57→  




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.