Amor de Invierno

Capítulo XV

ArribaAbajoCapítulo XV

El juez resultó jueza, como descubrieron cuando el secretario los invitó a pasar. Sara insistió en llevar en brazos a Aurora, insistiendo en que «si ve a la beba el juez se enternecerá más. A lo mejor es un abuelo».

-Secretario, no hace falta que tome nota, esto será informal.

Tiene el rostro severo de una solterona, pensó Miguel.

Parece machona -pensó Sara.

La magistrada les invitó a tomar asiento.

-Su Señoría... -empezó a decir Miguel, sin estar seguro de que ese es el trato protocolar.

-¿Miguel Velázquez?

-Lo confieso. Y la señora es...

-Ya la conozco. Estuve charlando ya con su hijo. Me informó de todo. Fuimos compañeros de facultad, y en homenaje a eso, trataré de ser justa.

-¡Gracias, señora! -exclamó Sara.

-Justa hasta el límite de lo posible. Olvidaré la forma irregular que utilizaron para hacerse de la beba. Lo importante es el bienestar del bebé.

-¡Eso, eso, eso! -dijo entusiasmada Sara.

-Señora, el bienestar de la beba no pasa por su contento, ni por su intención.

-¡Jesús!

-Es duro, pero es así.

-¿Nos la van a quitar, doctora?

-Por el momento no. Me consta que está bien atendida. Que con usted está segura y protegida... provisoriamente.

-Claro, es lógico, provisoriamente -dijo don Miguel.

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-¡Deberías luchar un poco más, Miguel!

-Sé cuando estoy vencido, ya te dije.

-No dialoguen, por favor. Quiero terminar pronto esto. Señora, le concedo la custodia del bebé hasta que se le encuentre un destino más permanente.

-¿Qué quiere decir?

-Quiere decir que nosotros ya no somos permanentes. Somos viejos.

-No quiero decir eso -respondió la jueza, molesta.

-Está bien, lo dijo con elegancia, Su Señoría.

-La presentarán aquí una vez por semana. Y tal vez reciba la visita de una asistente social con la misma frecuencia.

-¿Me permite una pregunta, doña jueza? -intervino Sara.

-Pregunte, señora.

-¿Un juez no tiene que mirar las cosas sin prejuicios?

-¡Por cierto, señora! ¿Por qué lo dice?

-Porque usía, o como se diga, está prejuzgando.

-¡Sara!

-¡Cállate!

-Escucharé lo que tenga que decir, señora. Lo que dijo es grave.

-Lo que usted hace es prejuzgar de entrada que una vieja no puede ser madre adoptiva.

-También es soltera, señora.

-Fui soltera cuando crié a su brillante compañero de facultad.

-Pero era joven.

-¡Pero ahora tengo más juicio que cuando joven!

-¡No lo dudo!

-¿Y entonces?

-Enfoquemos el bienestar de la niña. No sólo merece una madre, sino un padre, una familia. Mire esta pila de expedientes. Son solicitudes de adopción de parejas jóvenes que no han podido concebir un hijo, y tienen todo lo que un niño abandonado, y sobre todo una niña abandonada, necesita.

-¡Pero si ella ya me conoce!

-¿Cómo dice?

-Sonríe y patalea cuando me ve.

La jueza sólo sonríe, comprensiva. Los bebés tienen que ensuciar pañales, las viejas tienen que chochear. Así es la vida. Llama al secretario y le ordena llenar el formulario número tal.

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-¿Para qué el papel? -pregunta aprehensiva Sara.

-Es el certificado de custodia provisoria. Es todo lo que puedo hacer. Y escuche un buen consejo, señora. Vaya resignándose a ceder a la niña más pronto de lo que cree.

-Doctora...

-¿Sí?

-De mujer a mujer. Todos somos seres humanos. Todos tenemos nuestras necesidades. Dicen que los pobres jueces se sacrifican tanto y ganan tan poco. ¿No sería posible que por una suma de...?

-¡Sara, por Dios!

-No se preocupe, señor Velázquez. Olvidaré esa ofensa en homenaje a su edad.

-¿Y por qué no me da un poco de sosiego y paz en homenaje a mi edad?

-Señora, ya he tenido mucha paciencia.

-La doctora tiene razón, Sara.

-Su señoría -dice Sara a la jueza-, ¿es usted madre?

-Esa pregunta es irrelevante, señora.

-¡No es madre! Entonces tiene que... está obligada a... a... a... ¿cómo se dice?

-Inhibirse -completa Miguel.

La jueza sonríe con paciencia resignada.

-Señora, soy casada y tengo dos hijos. Soy mujer y la comprendo. Pero no estoy aquí para comprender a mujeres, sino para aplicar la ley.

-¡La ley no castiga a los inocentes!

-¿Y quién es el inocente?

-¡Yo! ¿Qué mal hice? ¿Qué delito?

-Mire, señora. Admiro su capacidad de lucha. Firme el registro al salir y retire su certificado de tenencia provisoria. Es todo, buenos días.

-¿Nos está echando?

-No. Nos está despidiendo cortésmente -le dice don Miguel y se la lleva del brazo.

-Es mala, se le ve en la cara. Ni siquiera miró a Aurorita. Le importa un pito Aurorita.

-Sara, que te oye el secretario.

-Sí, lo oye. Y sonríe. Sabe que tengo razón. Es mala. Quien sabe cómo le trata al pobre.

Han llegado a casa de Sara. Aurorita duerme en su cuna. Fatigado, don Miguel se ha derrumbado en un sillón. Sara está agitada.

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-¡Necesito un remedio!

-¿Te sientes mal?

-¡Tengo taquicardia!

-¿Te dio algo el médico para eso?

-¡Nunca he visto a un maldito médico! ¿No puedes ir a la farmacia a pedir algo para la taquicardia?

-¡Claro que sí! El farmacéutico me da unas pastillas. Las tomas y te quedas tiesa. Trata de controlarte. Aspira hondo.

Sara lo hace exageradamente.

-Me siento mejor.




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