Amor de Invierno

Capítulo XVI

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Con alarma de Marcelina, don Miguel se negó a almorzar ese día. Hizo apenas una breve siesta. Cuando despertó, deseó hablar con alguien. Llamó por teléfono a su hija, la esposa del arquitecto que soñaba convertir su último vergel en un monoblock. Su hija le dijo que estaba saliendo para la guardería y que volvería tarde, porque tenía una reunión de madres. Entonces llamó a su hijo, el economista que trabajaba en el Banco Central, donde la encargada de la centralita le dio cuatro números diferentes y no lo encontró en ninguno. Entonces decidió salir. Salir a ninguna parte, pero salir. Cuando se vestía su nuevo traje ambo de invierno, porque julio había llegado y hacía frío, se decía a sí mismo «que la soledad ha regresado. Fue un intento de fuga, compañero, pero tropecé contra los alambres de la realidad de los años y de la impotencia. Todo fue una mascarada, una comedia. Sara llevó las cosas más allá de lo posible, y más allá de lo posible está lo imposible, o el ridículo». Ya vestido, se asomó a la ventana mirando el enorme y sombrío patio de su casa, llorando llovizna de julio. «Tiene la tristeza de un cementerio -se dijo-, la arboleda está triste, como si presintiera que este invierno llegó para quedarse. Las hojas envejecerán y no habrá flores y renuevos de primavera. Los pájaros morirán ateridos. Las flores ya no acudirán a su cita con el sol y con el rocío. Ya no habrá azúcar para los frutos ni polen para la miel. Se alegró de haber ido postergando la incursión a los abandonados pisos altos, donde los muebles seguirán empolvados y las bombillas quemadas y las ventanas cerradas, con los cuartos vacíos acumulando pasado y los corredores mudos a los ecos de los pasos. Recordó que muchísimo tiempo atrás, cuando se sentaba en esa misma ventana para leer los diarios, del piso alto llegaba el rumor de la máquina de coser de Cristina. Tomó entonces conciencia de lo que significaba   —70→   aquel ruido de engranajes. Dickens había descrito hogares a los que el canto de los grillos ponía música y vida. Su viejo hogar se arropaba en el rumor vivo y hacendoso de la máquina de coser de Cristina, y de esa máquina de coser salía la música y el ritmo del contento y del sosiego, del vivir, amar y no pensar en el porvenir, o concibiéndolo como una interminable continuidad del goce, como si la juventud fuese inmortal, y el tiempo un buen amigo que ofertaba su variedad de estaciones. Verano para los juegos de los niños con la manguera de regar, otoño para quemar las hojas doradas caídas de los árboles produciendo una humareda perfumada. Invierno para el recogimiento, la tibieza de la frazada poniendo complicidad al acto de amor, y la primavera para sentarse en el patio y oír el crujido reventón de la savia en los troncos y el festival de verde tierno en el follaje, la exploración de la abeja de alas tornasoladas, el ir y venir del gorrión llevando hilachas para su nido, el apiñamiento de los hongos en torno al tronco podrido, como una aldea de duendecillos traviesos.

Pero la máquina de coser estaba muda. Y él se había vestido para salir no sabía dónde.

Sacó el Buick del garaje y enfiló hacia el centro, manejando con mucho cuidado, porque últimamente había sentido algunas lagunas mentales, como una fuga de la realidad o un sumergirse en ensoñaciones. Estacionó junto a las plazas aledañas al Palacio de Gobierno, que hacían de mirador para la actividad de la playa Montevideo, donde la flotilla enana del pequeño comercio fluvial entraba cuidadosamente con su carga de bananas, naranjas y tarros de miel, y partía con pasajeros confiados en la podrida madera de las lanchas y en la asmática eficacia de sus ruidosos motores.

-Es curioso que donde se mire, aun bajo esta llovizna que parece un sudario, viva la vida con tanta intensidad. Hasta en el niñito sentado en un cajón de manzanas y envuelto en un rebozo viejo, con el moco verdoso colgando de las narices, es vida. Vida el olor del chipá so'ó. Vida la chamusquina de tiras de carne sobre el brasero de carbón, vida el tablón elástico que unía los barquitos a tierra. Vida el agrio olor del vómito del borracho, y vida la increíble fuerza del mocetón transitando sobre los tablones y descargando pesos imposibles sobre sus hombros.

Se desplazó caminando por el trozo inacabado de la Costanera. Y allí estaba esa otra realidad del herrumbroso astillero con la gran basura de hierro y madera arrojada por el río. Barcos muertos, maderas podridas,   —71→   ciclópeas cadenas y superlativos molinetes que ya no arrastrarán nada ni empujarán embarcaciones rejuvenecidas al agua. Todo aquello, los puntales carcomidos, el barro podrido, el engranaje comido por el óxido, la haraposa mujer cocinando allí donde alguna vez fue el puente del Capitán le arrojaba a la cara una sensación de derrota terminal, la misma que iba invadiendo su corazón, su mente y su visión de la existencia que se le iba esfumando hacia un horizonte perdido, hacia un desierto de tártaros donde sólo la arena existe para testimoniar la existencia de una nada interminable, infinita.

-Vaya, Miguel -que te has vuelto pesimista se dijo a sí mismo- tienes ante ti la dualidad de la vida y de la muerte, y optas por la muerte. No, por la muerte no. Por la extinción de todo lo que es válido para la vida. Estos barcos no están muertos, se van extinguiendo. No pueden rebelarse y soltar sus cadenas y deslizarse sobre sus rodillos al agua, porque el hierro desnudo no flota y los motores tienen pistones muertos y cilindros comidos. Pobre barco que viviste rompiendo correntadas con tu proa afilada, adelante, siempre adelante. Pero ahora ya no existe adelante, solo la quietud de la agonía. Eres como yo, pobre viejo barco. Si te lanzas al agua no es aventura, sino locura, como lo que pretendimos hacer con Sara. Volver sobre los pasos andados y reconstruir el río que ya no existe en la geografía de nuestra edad. Pobre Sara, querida Sara. Te he dejado sola, navegando hacia el puerto que no está donde debe estar, porque la ilusión no tiene puertos a nuestra edad, sino espejismos que tienen la consistencia de la espuma.




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