Amor de Invierno

Capítulo XVII

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Un matrimonio joven había venido acompañado de una asistente social a ver a la beba. Estaba gestionando su adopción. La joven mujer había alzado en brazos a Aurora y la arrullaba enternecida. «La quiero, José, la quiero», le repetía a su marido, y éste consentía sonriendo. La asistente social sentía pena porque veía la pena de la vieja señora ilusa. Sara quería destrozar a los tres con las uñas y los dientes. Pero últimamente se había vuelto más pasiva. Desde que Miguel se fuera, su instinto combativo y su rebeldía habían perdido mucha presión. Cuidaba a la niña con infinito, desesperado amor, pero ya sentía una sensación de derrota que la volvía cada vez más indiferente, más encerrada en sí misma, y apenas tenía fuerzas para responder a los maullidos de Lenin y Gorbachov reclamando su trozo de hígado. Bush, totalmente abandonado, había sentado sus reales en el almacén de la esquina, donde un chino le había tomado cariño y lo alimentaba, o lo estaba engordando para comérselo. Las visitas de Raúl se hicieron más frecuentes. Le miraba la cara, los ojos apagados, o rojos de llorar a solas, y se mostraba preocupado. La cara vieja se había vuelto más vieja, los hombros estaban más encorvados. Dijo que «mamá, harías bien en consultar con el médico». Ella contestaba que sí, «que me iré mañana». Y nunca iba. Para qué, si pronto se llevarían a la niña y se sentaría a morir. No reprochaba a Miguel.

-Fue un hombre prudente, serio y ponderado toda su vida -decía Sara- y es justo que haya protegido su vejez del ridículo y de la deshonra. Pero yo soy mujer, no me importa el ridículo y no hay moral en el mundo que deshonra a una madre que ama. Sé que voy a perder. Aurorita hasta le sonrió a esa flaca huera que no puede tener hijos y quiere llevarse a mi beba. La ley está de su parte. La justicia le oferta la   —74→   reivindicación de sus ovarios difuntos. Dios, que mal me siento. Y no debería ser así. Tengo mis nietos, los amo, pero me imponen el papel de abuela. Abuela es ser vieja y no quiero ser vieja, quiero mi ilusión de juventud y de porvenir siendo madre. Es injusto para los chicos -dijo Raúl-. Pero también es injusto para mí, porque la vejez nos quita juicio pero no nos quita deseos. La vejez es una condena a muerte y a los condenados se les otorga el último deseo. Aurorita es mi último deseo. Virgen María, cómo necesito a Miguel. No debo cavilar tanto, porque cuando cavilo me viene ese desmayo que me aleja del mundo. No sé si dura mucho o poco, pero la última vez, cuando volví en mí, Aurorita lloraba, acaso de hambre. Raúl tiene razón, debo ir al médico.

En el otro extremo de la ciudad, Raúl se había llegado a la casa de don Miguel, que lo recibió en la gran -demasiado grande- sala de su casa.

-No tengo más remedio que molestarle, don Miguel.

-¿Se sirve una copita, doctor?

-No, trataré de ser breve.

-Le escucho.

-Me preocupa mi madre. Declina muy rápidamente.

-¿Cómo es eso?

-Se advierte muy claro cuando los viejos ya no tienen ganas de vivir.

-¿Es por la niña?

-Fundamentalmente por eso. Existen dos matrimonios interesados en su adopción, cualquiera de ellos pueden llevarse a la niña en algún momento. Será muy traumático para ella. Necesitará mucho apoyo.

-Tiene el suyo, de su hijo.

-Necesitará el suyo, de su amigo.

-¿Me está sugiriendo usted...?

-No le estoy sugiriendo. Le estoy rogando.

-¿Pero qué está haciendo usted por su madre?

-Llámele una traición, pero soy abogado de uno de los matrimonios que quieren adoptar a la nena.

-Sí que es una traición.

-Lo hago gratis, con la condición de que dejen ver a mi mamá a la niña de vez en cuando. Pero eso no alcanzará, mamá la considera suya. Me preocupa su salud. Tendré también que hablar con su médico.

-No tiene médico.

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-¿Cómo dice?

-Nunca va al médico. Usted le da dinero para el médico, me consta, pero ella se lo gasta con la alegría de una niña en vacaciones.

-¡Dios mío! Esto es más grave de lo que pienso. Puede estar enferma de cualquier cosa, a su edad, y sea lo que fuere lo que tenga, explotará si le quitan la niña.

-Entonces procure que no le quiten la niña.

-¡Es imposible!

-La jueza es su amiga. Pídale la vida de su madre. Ah, sí, no hay en los códigos un artículo que impida la muerte por amor.

-No tiene derecho a ser duro. Usted inició este loco asunto.

-Es cierto. Quizás debo pensar en la forma de sacarla de él.

-No hay forma. La niña se irá. Ella quedará en un estado depresivo que a su edad...

-Realmente, le faltará un apoyo.

-Le estoy rogando el suyo.

-Haré algo. Primero fui un flojo para permitir que esto comenzara. Ahora me siento cobarde al haberla abandonado. La niña debe quedarse con ella, y usted me ayudará.

-No hay ley...

-Sí hay ley. ¿Qué me dijo de dos matrimonios que están gestionando la adopción?

-Que sí, dos matrimonios.

-Dígale a la jueza ésa que apunte un tercer matrimonio interesado.

-¿El de su hija, don Miguel?

-No, el mío. Me casaré con su mamá, doctor.

-¿Quéééé?

-No puede oponerse.

-No me opongo, sólo que lo considero la locura mayor en esta cadena de locuras.

-Gracias por decirlo. Estaba olvidando que la locura es la cura de la soledad.

-Pero no fantasee, don Miguel. Aun casado con mi madre, están en desventaja frente a matrimonios jóvenes.

-Pondremos un buen abogado.

-¡Debería ser un genio!




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