Capítulo XX
La confitería estaba llena. Era la hora en que las mamás demasiado cansadas o las mamás demasiado ociosas se reunían a tomar el té, quejarse de las hijas o hablar de maridos que se resistían a ir el gerontólogo.
-No deja de resultarme algo insólito que me hayas invitado a tomar el té -dijo la jueza.
-Es que tengo malas intenciones -respondió Raúl.
-¿No te parece un poco tarde?
-No se refiere a tu virtud.
-Ya me la dejaste descascarada cuando estudiábamos juntos.
-¿Lo recuerdas?
-Sí, pero no quiero recordarlos. Te aprovechaste de mi inocencia.
-Si mal no recuerdo, ya no eras virgen.
-También un profesor se aprovechó de mi inocencia. Pero eso es pasado. ¿Qué te traes entre manos?
-Voy a devolver el poder que me dio la pareja de los Ramírez para adoptar la beba en posesión de mamá.
-Para decirme eso no necesitabas invitarme a una confitería.
-Voy a patrocinar a mamá.
-¿En qué asunto?
-En el de la adopción.
-Pero si está claro que ella, a su edad...
-Mamá se casó.
-¿Quééé?
-Se casó con ese viejo Robin Hood que la ayudó a secuestrar la bebita. Es para ponerse en condiciones de competir con las otras parejas.
-¡Pero que tontería! Un matrimonio de edad avanzada no está en —86→ condiciones de competir, mirando desde la óptica del bienestar de la niña, Raúl.
-Quiero que mires las cosas desde el punto de la óptica del bienestar de mi madre.
-Raúl, me estás comprometiendo. Se supone que un juez no debe tener conversaciones privadas sobre una cuestión de su competencia. Y menos con una parte involucrada. Te estás volviendo a aprovechar de mí, y no te lo voy a permitir.
-Te estoy hablando como amigo, no como seductor.
-Ya no quiero hablar de este asunto. Escucharé todo lo que tengas que decir en los tribunales.
-No es asunto de tribunales. Es una cuestión de vida o muerte, que me afecta y creo que sigues siendo mi amiga.
-Los jueces no tenemos amigos.
-Bien sabes que eso es mentira. Desde el Derecho Romano hasta aquí. Abogados y jueces somos seres humanos. Escucha, hoy se usan computadoras para todo. Hasta las enfermedades se diagnostican con computadoras. Los planos de grandes edificios se hacen con computadoras, los archivos, las contabilidades, los costos industriales, el rendimiento de las máquinas, todo se hace con computadoras. Pero la justicia jamás admitirá las computadoras, porque no existen microchips que contengan todos los elementos del amor, de la conciencia, de los infinitos matices del bien y del mal, la comprensión, la compasión, la projimidad.
-Están los códigos.
-La Biblia es el código supremo. Hace dos mil años que la leemos, estudiamos e investigamos, y apenas hemos rozado la superficie. Pero está bien, están los códigos. Están dirigidos a la inteligencia y a la razón, pero el ser humano es también sentimiento. Si sólo apelamos a la razón y a la inteligencia y descartamos el sentimiento, no somos seres humanos, sino computadoras humanas, porque estaremos operando bajo el mismo principio que esas máquinas: sí o no.
-Sos elocuente, Raúl. Pero no me llevas a considerar las cosas de un modo sentimental.
-No te pido que resuelvas nada, sino que lo pienses.
-Lo pensaré, pero no te prometo nada.
-No, prométeme algo.
-¿Qué quieres que te prometa?
-Que lo vas a pensar cuando estén reunidos, vos, tu marido y tus —87→ hijos, en la mesa de la cena. O cuando te levantes a vigilar el sueño de tus hijos, o cuando tu marido te obsequia un perfume, o te elogia el peinado, o el vestido, o cuando te dice que está orgulloso de su mujer.
-No veo la relación.
-Si esos momentos piensas en mi mamá, estarás pensando como mujer, madre, ser humano.
-Vuelvo a repetirte que no prometo nada. Y comprendo tus sentimientos. Pero sólo veo en vos a un abogado que me pide una sentencia a favor.
-¡No te estoy sobornando!
-¡Me estás chantajeando! Me recuerdas el pasado, apelas a la amistad, me argumentas con tu amor filial. ¡Estás triturando la ética de la profesión!
-Lo siento.
Evidentemente herido, Raúl se vuelve y llama al mozo. Paga. Lo hace todo con brusquedad, con enojo inocultable.
-¿Puedo llevarte a alguna parte? -pregunta a la jueza.
-No es necesario, vine en mi coche.
La despedida es fría.
Esa noche, cuando la jueza, su esposo, el muchacho y la niña están sentados en la mesa, la magistrada cumple inesperadamente su promesa. Piensa en la vieja señora, ahora casada con el... ¿cómo dijo Raúl? Ah, sí, viejo Robin Hood. Se han aferrado a la niña como si se aferraran a la vida y...
Con un esfuerzo bloquea su mente. Como siempre, su marido hace ruido al sorber la sopa. Los chicos discuten. Ella trata de no pensar.
Pero en la noche, ya acostada, recuerda que Raúl venía a su casa a estudiar. En el altillo. Víspera de examen, y cuando Raúl miró el reloj, eran las dos de la mañana. Se dispuso a marcharse. Sus padres se habían dormido. Ella le susurró a Raúl: «quédate». Se quedó y pasaron una noche (¿o un amanecer?) inolvidable. Reprimiendo la dulzura del recuerdo, se durmió.
A la mañana siguiente, cuando se levantaban, su marido le dijo:
-Anoche hablabas en sueños.
-¿Qué dije? -preguntó alarmada.
-No recuerdo bien, pero algo así como que no eras una computadora. Vaya ocurrencia.