Capítulo XXII
-Irene... ¿qué está pasando? Has cambiado en los últimos tiempos. Te fastidias por cualquier cosa. Regañas innecesariamente a los chicos. Acusaste de robo a la sirvienta y se marchó, y la cadenilla apareció en tu propia cartera. Me gustaría saber de qué se trata. Pareces una persona bajo presión.
-¡Estoy bajo presión! -respondió la jueza a su marido.
Empezaba a oscurecer. Era la hora en que se sentaban a la terraza. Él a beber su medida de vodka con agua tónica, y ella a escuchar música en su walkman. Él había bebido dos medidas más y ella, inquieta, no escuchaba música.
-¿Puedo ayudarte en algo?
-Se trata de mi trabajo, Ernesto.
-Bueno, no soy abogado, pero a veces los legos vemos más claros que los abogados. ¿Me cuentas?
-¿Cuándo fue la última vez que viste a tu madre?
-¿A mi madre? ¿Y qué tiene que ver mi madre?
-Contesta a mi pregunta.
-No sé... creo que fue el jueves.
-No fue el jueves, porque fuimos a aquel casamiento.
-Entonces fue el miércoles. ¿Qué hay con eso?
-¿Cómo encontraste a tu madre?
-Y... bien.
-¿Cómo puedes asegurar que está bien?
-Se puso contenta al verme.
-Eso no quiere decir que está bien.
-Lo que quiero decir es que no parece sufrir alguna enfermedad.
-No hace falta tener una enfermedad para sufrir.
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-¿Pero adónde diablos quieres ir a parar?
-Primero, a que te estás sirviendo la tercera medida de vodka. Y no me gusta. Segundo. Me interesa lo de tu visita a tu madre. ¿Cuántos años tiene?
-Vaya, mujer, perdí la cuenta, andará por los ochenta. No... yo tengo... a ver, digamos ochenta y cinco. Y es bastante lúcida para su edad.
-¿De qué hablan cuando la visitas?
-Pero ¿qué interrogatorio es éste?
-¿De qué hablan cuando la visitas?
-Y... de cosas.
-¿Qué cosas?
-¡Cosas, caramba! ¿De qué uno va a hablar con una anciana? Está bien, con la suma fabulosa que pago, no le falta nada. Hasta tiene tele en su pieza. Y las enfermeras son amables, y las monjitas muy dulces.
-¿Crees que es feliz?
-Te dije que está bien atendida, ¿no?
-¡Bien atendida! ¿Y con eso estás en paz contigo mismo?
-¡Señora jueza! ¿De qué me estás acusando?
-No te estoy acusando de nada, Ernesto. ¡Sólo quiero meterme en la piel de una anciana!
-Creo que vas a esperar como cuarenta años.
-¡Digo simbólicamente, estúpido!
-Está bien, métete en la piel de una anciana. ¿Y qué?
-De tu madre, por ejemplo.
-Ya estás adentro. ¿Qué sientes?
-Soledad. Mi hijo ni recuerda de qué hablamos cuando viene a visitarme. ¿Y con qué frecuencia me visita mi hijo? ¿Dos veces al mes? Y entretanto... ¿qué hago? Veo la televisión. Me bañan a hora, me sirven la comida a hora. Me dan mis medicinas a hora. Las enfermeras son amables. Las monjitas son dulces. ¡Es un horror!
-¿Quién lo dice, mi mamá o vos?
-Las dos.
-¿Y qué es el horror?
-¿No te das cuenta? Vos, un médico. ¿No te das cuenta?
-¡Soy un cirujano, no un siquiatra! ¿Pero dónde demonios está el horror?
-En la monotonía. Todos los días iguales. Sólo el maravilloso rompimiento de la rutina cuando me visita mi hijo. ¿Cuántas veces? —93→ ¿Una, dos veces al mes? ¿Tres veces? ¡Qué fiesta, este mes mi Ernestito vino tres veces!
-¡No contás que cada domingo le llevas a los nietos!
-Sí, los nietos que le dan un ligero beso y se echan a correr por el parque.
-¿Puedo preguntarle algo? ¿A qué vienen estas reflexiones tan amargas... y amargantes?
-Disculpa, Ernesto. Tengo un caso muy especial. Se trata de una anciana.
-¿Tienes que condenar a una vieja?
-Ya está condenada.
-Señor mío... ¿condenada a qué?
-A ser vieja. Como tu madre. Ella acepta ser vieja, pero lucha por no ser como tu madre.
-¿Y cómo es mi madre?
-Un trasto viejo bien cuidado.
-¡Gracias! Aunque revientes, me sirvo otro trago.
Se sirve una generosa porción, con aire desafiante. Ella lo deja hacer, lo mira. Él pregunta:
-¿Sos vos o todavía estás en la piel de mamá?
-Soy yo. Te estoy reprochando la soledad que infliges a tu madre, y yo, con la ley en la mano, debo condenar a otra anciana a otra soledad. Me pesa tener que hacerlo.
-¿Por qué no me cuentas todo? Como médico, sé que hablar hace bien. Muchos van a descomprimirse con el cura. Otros con el siquiatra, pero el resultado es el mismo. Se gana un poco de paz. ¿Me cuentas?
Ella se lo contó todo.
-No contemplaste un aspecto, Irene -le dijo el marido-. Perder el bebé no la condena a la soledad. Me has dicho que el rocambolesco caballero se casó con ella para ayudarla en el intento. Fracasan. No hay soledad. Se tienen el uno al otro.
-Gracias, Ernesto. No llegué a considerar ese aspecto. Me alivias un poco. Pero por favor, no más vodka.
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