Amor de Invierno

Capítulo XXIV

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-Sinceramente, Raúl, creo que he sido una loca al aceptar tu invitación -dijo la jueza-. Te has presentado con poder de tu madre y tu...

-...padrastro.

-Eso. Mi decisión debe ser libre de presiones.

Era la misma confitería de la primera vez, la misma mesa, la misma hora. El mismo servicio de té y hasta el mismo mozo.

-No te estoy presionando. Sólo te invité a tomar té.

-Te dije que me quedo a condición de que no hablemos del asunto.

-Está bien, no hablemos del asunto, Irene. Hablemos de vos.

-¿De mí?

-Sí, de vos. ¿Sos feliz en tu matrimonio?

-¡Epa! ¿Qué estás tramando?

-Solo hice una pregunta. ¿Es tan difícil contestar?

-Pues sí, soy feliz.

-¿De veras?

-Atorrante. Bien sabes que la felicidad matrimonial dura sólo siete años. Los demás son de conformidad. ¿Y vos sos feliz?

-Hace rato ya pasé los siete años sacramentales.

-¿Qué pasa después de los siete años? ¿Qué viene con la conformidad, Raúl?

-Podríamos llamarle un razonable contento.

Irene, la jueza, pensó en su marido. Ambos tenían la misma edad. Hacían el amor... ¿Una vez a la semana? Sí, ese podría ser el promedio, pero, en honor a la verdad, los colchones no corrían peligro de arder en esos momentos. Rutina, mecánica, costumbre. Aquella vez, con Raúl en el altillo, fue la primera vez. Pero se había repetido mucho, y cada vez   —100→   parecía la primera vez. En broma, Raúl cerraba la ventana del altillo, diciendo que la humareda podía verse desde afuera. Reían a carcajadas y... ¿pero qué diablos estás pensando, Irene?

-¿Qué dijiste Irene?

-No dije nada. Estaba pensando.

-Reíste de una ventana cerrada, me pareció oír.

Irene enrojeció. Nunca le había sucedido eso de pensar en voz alta.

-Yo también suelo recordar una ventana cerrada.

-¡No sé qué ventana cerrada te refieres!

-Para que no se viera humo desde afuera. Era el chiste de... cada ocasión.

-¿No te parece que estamos yendo muy lejos?

-No más lejos de lo que fuimos antes.

-Eso pertenece al pasado. Es un hermoso recuerdo. Amores de juventud.

-Cuando dices «amores de juventud» pareces una vieja, y no lo sos.

-¿Y cómo soy?

-Una hermosa dama, ¡madurita y en sazón!

-¡Raúl!

-Sólo contesté a una pregunta.

Irene sentía que le ardían las mejillas y el corazón le latía como hacía siglos que no le pasaba. Hubiera preferido que Raúl le hablara de la demencia de su madre.

Pero al mismo tiempo le gustaba aquello. Además, nada tenía de malo remover rescoldos interiores y revivir en la inocencia sus incendios del pasado. Raúl, a través de la mesa, la había tomado de la mano. Trató de retirarla. Raúl apretó más.

-¿Qué estás haciendo, por Dios? ¡Nos van a ver! -dijo ella mirando con temor en rededor-; ¡suéltame!

-Sólo quiero que recuerdes. Es la misma mano. Decías que te volvías loca cuando te la pasaba por la espalda.

Liberó su mano de un tirón y se levantó casi de un salto.

-Me voy, Raúl, gracias por el té.

-¿Volveremos aquí...?

-¡No!, es decir, no sé.

Recogió la cartera y se marchó a toda prisa. El mozo, con ese instinto profesional de todos los mozos de detectar todo, sonrió con picardía cómplice a Raúl, y poco faltó para que dijera «adelante, macho».

  —101→   

Raúl pagó y salió a recoger su automóvil, y giraba el arranque cuando pensaba que las cosas que hay que hacer por una mamá atolondrada.

Esa noche, en la cama, Irene besó delicadamente la oreja de su marido. Éste, ya adormecido, dio un manotazo con el ademán de espantar una mosca. Irene insistió.

-No jodas, Irene, que estoy muerto de cansancio -dijo el médico, y se durmió.

Al día siguiente, en su despacho, Irene había convocado al matrimonio formado por Romualdo Ortiz y Dina Salcedo de Ortiz, que se presentaron con su abogado, que se sentó y se mantuvo alejado.

-Los llamé para un interrogatorio de rutina -dijo la jueza-. Ya está en el expediente todo lo que debiera estar como información, pero necesito una impresión personal.

¿Cómo había dicho Raúl? No somos computadoras humanas. Eso dijo. Había un enorme territorio de sensibilidades a flor y soterrados entre el sí y el no.

-Consta en el expediente que no pueden tener hijos -continuó la jueza.

-Sí, doctora -dijo Diana-, el certificado médico ya fue presentado. Mi marido es estéril.

El marido se sonrojó un poco. Para su gusto personal, la esterilidad era como la hermana gemela de la impotencia. Su enorme nuez de Adán subió y bajó cuando tragó saliva. «Vaya individuo feo», pensó Irene. Después se reprochó: «me estoy indisponiendo contra él».

Hojeó el expediente que tenía delante suyo, consciente de que lo que estaba buscando era una razón para el no.

-Veo que usted trabaja fuera de casa -dijo a Dina.

-Soy secretaria ejecutiva de una firma exportadora, señora -respondió la joven-, pero ya hemos previsto que si tenemos a la niña, abandone el empleo.

-Y usted, señor Ortiz, ¿podría mantener decorosamente a esposa e hija con su empleo?

-Tengo más que un empleo, Su Señoría. La renta por el alquiler de dos casas que heredé de mi madre.

-¿Qué profesión tiene?

-Ya consta en el expediente, Su Señoría.

-Quiero que me lo repita.

  —102→   

-Agrimensor.

-¿Y en qué consiste precisamente su trabajo?

-Bueno, viajo al interior, o al Chaco. Este... mido y determino grandes extensiones de tierra.




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