Capítulo XXV
Márquez, en el expediente consta que tienen tres hijos.
-Así es, Su Señoría.
-¿No son suficientes para formar una familia?
-Señora Jueza -respondió el hombre alto, atlético, de pelo gris y claros ojos azules-. Somos una pareja de creyentes. Hemos recibido con amor todos los hijos que Dios nos envió. Mi esposa ya no puede tener otro hijo sin poner en peligro su vida.
-No contestó mi pregunta, señor Márquez. Si tres hijos no son suficientes.
-Sí, son suficientes, Su Señoría.
-¿Y entonces?
-Nuestra gratitud al Señor debe expresarse de alguna manera. Y una manera es dar un hogar a una niñita castigada por el infortunio desde su nacimiento.
«Me gustaría que no fuera tan retórico» pensó Irene. Pero había un fondo de sinceridad en lo que expresaba. La verdad absoluta de la caridad en esos ojos maravillosamente azules, como en las pinturas de San Francisco. Observó a la esposa, Gloria Samudio de Márquez. Pequeñita, casi enana comparada con su musculoso marido. Es del tipo de esposa que prefiere que el esposo hable, mientras ella se toma el trabajo de mirarlo con adoración -se dijo-; ejemplar de esposa perruna -concluyó tratando de no crisparse en una sonrisa.
-Existe otra pareja que ha solicitado a la niña -dijo- y, como se trata de una pareja sin hijos, le lleva ventaja, en lo que concierne ala ley.
-Nos someteremos a la voluntad de Dios -respondió el señor Márquez.
«Pues ocurre que el Señor me ha transferido la responsabilidad de —106→ cumplir mi voluntad, santurrón de m...» -le respondió mentalmente Irene.
-Creo que no es necesario interrogarle sobre su situación económica -dijo la jueza, adivinando que la respuesta iba a ser que «el Señor nos ha colmado de bienes» y acertó.
-El Señor nos ha colmado de bienes -dijo efectivamente el señor Márquez.
-Me gustaría conocer la opinión de su esposa -requirió la jueza y envió lo que quiso ser una fría mirada a la mujercita, que sufrió un sobresalto.
(¿Por qué quieres atormentar a esa almita buena, Irene?) (Pero veamos qué dice la pequinesa.)
Gloria Samudio de Márquez miró a su esposo como solicitando permiso, o ayuda, o un mensaje de socorro para que él se hiciera cargo, según la costumbre.
-Mi esposa... -empezó a decir el señor Márquez.
-Se lo pregunté a ella -le cortó Irene-. ¿Señora?
-Comparto todo lo que dice mi marido -balbuceó ella.
«La palabra no es comparto, enana, es obedezco. Me pregunto si estos dos no han encontrado la fórmula del matrimonio feliz».
De pronto se encontró con la mente en blanco. Ese hombre arrancaba del cielo todas las respuestas adecuadas como quien arranca frutas de un árbol inagotable. La caridad tiene una lógica de hierro, Irene -se dijo.
Dio por concluida la entrevista. Con espíritu de justicia, debería convocar también a don Miguel y Sara, pero solamente la idea le ocasionó un escalofrío. Ya había conversado una vez con los dos, y había sentido recorrerle el espinazo un frío como de sepultura.
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