Capítulo XXVII
-¿Fuiste a los tribunales, Romualdo? -preguntó Dina Salcedo de Ortiz.
-Sí, estuve. Me atendió el secretario. No hay novedades -respondió el marido, y prosiguió-. ¿No tienes la impresión de que la jueza nos tiene mala voluntad?
-¿Por qué ha de tenerla? No hacemos nada malo. Sólo queremos una niña, darle un hogar.
-Es que yo siempre soy realista, mi hija. Y sé que hay otros dos expedientes. La jueza estará esperando quien oferta más. Y nosotros no hemos ofertado nada.
-¡Ni se te ocurra hacer eso!
-¡Es el sistema!
-Puede ser, pero con esa señora no.
-¿Y por qué estás tan segura?
-Porque tiene cara de decente.
-¡Torpe sos! Fijate la cantidad de procesados que hay. ¡Todos tienen cara de decentes! La cara de decente es la máscara de los delincuentes, mi hija. Te digo yo que ando midiendo tierra de estancieros y de empresarios.
-¡Siempre fuiste un descreído, Romualdo! Yo no soy así, querido. Yo creo en la gente.
-Todavía nomás no te diste el tropezón de tu vida.
-Y vos vivís viendo malicia por todas partes. Mirá, si somos sinceros, no estás resultando un buen padre de familia.
-¿Y qué tienen que ver mis experiencias personales con una hija?
-Hija o hijo, aprende todo de su papá.
-¡Qué bueno! ¡Aprenderá a ser viva y que no le joda nadie!
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Se interrumpió porque venía de la calle su suegra, con un gran bolso del supermercado. La madura pero aún airosa señora había oído las últimas palabras de su yerno.
-¿Quién debe aprender a ser viva? -preguntó, dejando sobre la mesa el pesado bolso.
-Se refiere a la niña, mamá -dijo Dina.
-¡Ay, me muero por ser abuela! ¿Por qué tiene que ser viva?
-Para que nadie le joda la vida, doña Anselma.
-¿No te parece que antes de ser viva, como decías, primero tiene que gozar de la inocencia?
-Es tu punto de vista, suegra, y la respeto.
-Además es una niña. Y se supone que para su crianza tiene mamá y abuela.
-¿Y yo qué voy a hacer? -preguntó ceñudo Romualdo.
-Vas a ser papá de una niña -le respondió su esposa.
-¿Permitiendo que la conviertan en una muñequita sin energía? ¡Qué bárbaro! ¡En esta época en que ya hay mujeres astronautas!
-En todo caso, ¡mi hija no será astronauta! -replicó su esposa, irritada.
-¡Pero tiene que ser una mujer moderna! -contraatacó el marido.
-¡Epa, epa! -intervino ña Anselma-. ¿Qué entendés vos por una mujer moderna? ¿Esas chiquilinas de calzones flojos que salen en la tele?
Romualdo la miró fríamente.
-Usted, querida suegra, ¡revela una inconcebible falta de cultura!
-Ahora me trata de analfabeta -dijo indignada doña Anselma, asió su bolso y se encaminó a paso digno a la cocina.
-¡Insultaste a mamá!
-¡Dije que sólo no tiene cultura! ¡Y no la tiene! ¡Que la mujer sea moderna nada tiene que ver con los calzones! Y mi hija...
-Romualdo...
-¿Qué?
-No tenemos todavía ninguna hija.
Romualdo se echa a reír, no sin cierta crispación.
-Es cierto -dijo-, estamos vendiendo la leche sin tener la vaca. ¡Pero mirá que tarda la jueza esa!