Capítulo XXX
-No puedo levantarme, Miguel. Me duele horriblemente todo el cuerpo. Debo haber pescado el dengue.
-No hagas ningún esfuerzo para levantarte. Voy a llamar al médico.
-¡No digas disparates! Voy a prepararme una limonada caliente y la tomaré con una aspirina.
-¡Sara...! ¡Te quedas en la cama!
-A su orden, mi sargento. ¿Aurorita...?
-La niñera ya se ocupó de ella. Es una chica muy eficiente. Y no me digas más sargento, fui teniente en la guerra del Chaco.
-¿Mataste algún boliviano?
-No sé. Cerraba los ojos cuando disparaba. Voy a llamar al médico.
-¡Miguel!
-¿Qué?
-¡Sos un amor!
-Ya lo sé. ¡Soy un amor!
Y fue a llamar por teléfono al médico, con quien habló brevemente. El otro hablaba y él se limitaba a contestar con una incalculable serie de síes. Colgó el teléfono.
-Te esperan días bravos, Miguel -se dijo-; este mediquito no puede ser más claro. Sufrirá muchos dolores, trataremos de aliviarla en lo posible -había dicho- y que echaremos mano a toda la cantidad de morfina que se necesite, es todo lo que podemos hacer, ya se lo dije al hijo. Estaré allí dentro de una hora.
Volvió al dormitorio.
-El médico vendrá dentro de una hora, te pondrá una inyección.
-¡No! Le tengo horror a las inyecciones. Ya verás cómo le convenzo al médico de que me dé solamente pastillas.
—120→
-Puedes hacer la prueba.
-¡Miguel!
-¿Qué?
-Le dije lo mismo a Raúl. Que esa jueza antipática no se entere de que estoy enferma. Por ahí cree que es algo serio. Ah, y que la niñera no me traiga a Aurorita. Le puedo contagiar el dengue.
-No lo creo. Para que ella se contagie, le tiene que picar el mismo mosquito que te picó a vos, y eso es estadística poco probable.
-Entonces... ¿puedo tener conmigo a Aurorita?
-Pienso que sí.
-Entonces, ¿le dices a Nimia que me la traiga? -Su rostro se iluminó.
-Eso haré ahora mismo.
-¡Rápido!
-Sí, mi sargenta.
Ella rió entre una y otra crispación, y donde Miguel fue a dar instrucciones a la niñera.
Cuando el médico, muy joven y muy calvo llegó, ordenó que se llevaran a la niña.
-Me basta con una mimada en la cama -dijo en tono de chanza, y volviéndose a Sara-: ¿Qué le duele a mi hermosa paciente hoy?
-Me duele todo. Y no soy hermosa.
-Para mí que esta dama es perezosa y está fingiendo para quedarse en cama -le dijo el médico a don Miguel mientras preparaba con eficiencia una inyección con una jeringa desechable que sacara del maletín.
-No es cierto, me duele todo. Es dengue, doctor. ¿O me va a negar que es dengue?
-¡Maravilloso! -respondió el médico-, acertó el diagnóstico, señora. Usted debió estudiar medicina.
-Yo curaba a Raúl sin necesidad de llevarle al médico. ¿Duele mucho eso?
-Un poquito -respondió el médico, observando a trasluz la jeringa-. A ver... -murmuró el médico apartando las cobijas.
-¿Tiene que ser en el trasero?
-Le aseguro que no miraré nada que no deba mirar.
-Eso dicen ustedes los médicos. Abusivos. ¡Ay!
-Quieta, quieta, que ya está. Si le da un poco de sueño, no resista, duerma.
—121→
-Dormir de día. ¡Jamás!
-Está bien. No duerma. Pero nada de levantarse.
En la sala, el médico se despedía de don Miguel.
-Doctor, con respecto a sus honorarios...
-No hay honorarios. Soy amigo de Raúl.
-Entonces gracias.
-Tiene que prepararse a pasar días duros, señor. Y llegará el momento en que debemos internarla.
-Usted dirá cuándo.
-Está bien. Otra cosa. Mientras esté en casa necesitará una enfermera eficiente. Le enviaré una. Conoce de estos casos y tendrá sus instrucciones precisas. No trate de manejarla usted. Ella sabrá en qué momento socorrerla con una inyección.
Escribió en su recetario.
-Compre una caja de estas ampollas. El resto deje por cuenta de la enfermera y yo la visitaré con frecuencia.
-Es usted eficiente, doctor.
-Simplemente soy el buen amigo de un buen amigo.
Se marchaba el médico cuando Nimia apareció con la niña en brazos.
-¿La llevo de nuevo a la señora? -preguntó a don Miguel y don Miguel miró al médico pidiendo opinión.
-Puede -dijo el médico- es más, DEBE estar con ella el mayor tiempo posible -dirigió la vista a don Miguel-, el cariño es también terapéutico.