Capítulo XXXII
-Los he llamado para comunicarles que he firmado la adopción de la niña Aurora, de 10 meses de edad, sin apellido, huérfana de madre y de padre desconocido, con la convicción de que le brindarán todo el cariño que su inocencia merece, que la educarán y cuidarán y le brindarán todo el amor que sean capaces de dar, como si fuera sangre de vuestra propia sangre.
-Gracias, señora, así lo haremos. Y que Dios la bendiga.
-El caballero aquí presente, desea hablar con ustedes. Dejo aclarado que toda conversación, arreglo o lo que fuere, es de total desconocimiento de este juzgado.
-Sí, señora -dijo el marido, mirando un poco extrañado a Raúl.
-Como es cerca de mediodía, me retiro, pueden usar mi oficina.
Cuando ella se iba, Raúl le susurró un «gracias, Irene». La esposa parecía demudada, y el marido no dejaba de tragar, subiendo y bajando su enorme nuez de Adán.
-Mamá, la niña ya es tuya. Felicitaciones, mamá, ganaste.
Increíblemente flaca, los ojos apagados de Sara brillaron con un resplandor nuevo y triunfal.
-¿Me la dieron?
-Es tuya, mamá.
-¿Y los documentos?
-Están a la firma del secretario, que va a legalizarlos.
-Aurora... mi Aurora, mi Aurorita. Jesús mío, qué bondadoso eres. Raúl, no te vayas, acércate, hijo. Tengo algo que contarte. Acércate más, que no oiga Miguel.
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Raúl se arrodilló cerca de la cama de su madre y le ofreció el oído.
-Me estoy muriendo, Raúl.
-Disparates, mamá. Te vas a reponer y...
-Me estoy muriendo, Raúl. Por favor, que no lo sepa Miguel. Ha envejecido tanto de repente -rió-, ya no se atreve a manejar el Buick.
-Mamá -la voz se le quebró-, no te estás muriendo. Estás deprimida por la enfermedad. Pronto te vas a restablecer y estaremos todos felices, mamá.
-Nunca supiste mentir, hijo.
Raúl ya no pudo más y lloró. Como un niño. Como un hijo de cualquier edad. Sara le acariciaba la cabeza, consolándole.
-Raúl, supongo que cuando me vaya te llevarás a la niña -sonrió-; mis nietos tendrán que cuidar de la tía Aurora.
-Sí, mamá. Eso haré.
-Y ahora decile a Nimia que me la traiga. Quiero tenerla a mi lado. Y... que no lo sepa Miguel.
-Doctor... ¿está consciente?
-Sí, pero con muchos dolores. Hemos doblado las dosis de calmantes.
-Quiero verla, doctor.
-Es lo justo, señor. Quizás no la encuentre muy lúcida. Se nos va en cualquier momento. Pase, don Miguel.
Entró don Miguel a la habitación del sanatorio que olía a agonía y desesperanza. Se sentó en el borde de la cama, y tomó aquel esqueleto de mano que quedaba de una mano regordeta y rosada. Sara abrió los ojos, Algo de la vieja malicia se abrió paso en un túnel de dolor y asomó a la mirada.
-Sara...
-¿Es usted el caballero que me limpió de caca mis zapatos en el cementerio?
-El mismo, Sara.
-¿Qué pasó después?
-Nos casamos y tenemos una nena, Sara.
-Va a ser difícil criarla, a nuestra edad.
-No importa. Mientras nos ocupemos de ella, seremos jóvenes, Sara.
—131→
-Tengo sueño, Miguel.
-Duerme, Sara.
-Estoy cansada, Miguel.
-Descansa, Sara.
-No manejes el Buick, Miguel.
-Lo guardaré.
-Tengo sueño.
-Duerme, mi amor.
Sara cerró los ojos, y se durmió.
Para siempre.