El camino de regreso fue silencioso. Mis heridas ardían, pero no tanto como las preguntas que me quemaban por dentro. Asahi caminaba a mi lado con las manos en los bolsillos, su semblante más serio de lo habitual. Ya no era el chico escandaloso que había irrumpido en mi vida horas atrás; ahora parecía un guardián silencioso, dispuesto a todo, pero desgastado.
Cuando llegamos frente a la casa —esa casa que me aseguraban era mía—, me detuve. Las luces estaban apagadas, y un leve parpadeo del farol en la entrada era lo único que nos recibía.
—¿Estás segura de que quieres quedarte aquí esta noche? —preguntó Asahi, mirándome con una mezcla de preocupación y duda.
—No lo sé. Pero necesito entender todo esto. Estar aquí me obliga a buscar respuestas… aunque no me gusten.
Él asintió, aunque a regañadientes.
—Está bien. Pero si algo pasa, grita. Bueno, no literalmente, porque ya sabes, con los oídos sensibles de algunos, podrías iniciar otra escena de caos —intentó bromear, pero su tono no recuperó del todo la ligereza.
Sonreí débilmente.
—Gracias por todo hoy… por salvarme —susurré.
—No fue nada. No pienso dejar que te rompan de nuevo, aunque no seas del todo ella.
Me miró por un momento más, y luego se dio la vuelta, alejándose en la oscuridad.
Entré.
Todo estaba igual a como lo había dejado esa mañana. Frío. Silencioso. Casi ajeno. Me quité los zapatos lentamente y subí las escaleras con el cuerpo dolorido. Cada movimiento me recordaba los colmillos de esa criatura, la fuerza con la que se me había lanzado… y, sobre todo, la mirada del Alfa que me había observado desde las sombras, como si me evaluara.
No podía sacarlo de mi mente.
Ese rostro… esa forma de mirar… era idéntica a la de Zibav. Pero no podía ser él. Esto no era mi mundo. Zibav no estaba aquí. ¿O sí?
Me desplomé en la cama sin cambiarme de ropa, incapaz de pensar con claridad. Cerré los ojos, pero los ecos del ataque, el grito de la chica, y esa figura salvaje, poderosa, dominante… no me dejaban dormir.
No sabía si tenía miedo de ese hombre… o de lo que empezaba a despertar dentro de mí cada vez que lo veía.
El cuarto estaba en silencio, apenas iluminado por la luz azulada de la luna que se colaba por la ventana. Mis pensamientos eran un torbellino imposible de detener, pero el agotamiento acabó por vencerme.
Y entonces soñé…
Me encontraba en un bosque cubierto por una bruma espesa, el suelo frío bajo mis pies descalzos. La niebla se deslizaba entre los árboles como si respirara, viva. Caminaba sin rumbo, guiada solo por un presentimiento, por un latido insistente que no era del todo mío.
Hasta que lo vi.
De pie, entre los troncos nudosos, con la piel salpicada por la luz plateada y esa mirada… oscura, profunda, cruelmente serena. Era él. El Alfa. O al menos, ese hombre con el rostro idéntico al de Zibav.
Estaba cubierto de sangre. No parecía herido, pero la llevaba como si fuera parte de su piel. Como si no le molestara. Como si la sangre lo respetara.
—Has invadido mi territorio —dijo con voz grave, casi gutural.
Tragué saliva, retrocediendo un paso, pero el suelo crujió bajo mis pies y su cuerpo desapareció en un parpadeo.
Y en el siguiente respiro, el escenario cambió ahora lo tenía frente a mí.
—¿Por qué me sigues? —pregunté, apenas reconociendo mi propia voz.
Él me observó en silencio por largos segundos. Sus ojos, a pesar de lo sombríos, ardían con un fuego antiguo. Entonces, lentamente, levantó una mano y la posó en mi mejilla.
—Porque eres mía —susurró.
Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. La forma en la que lo dijo… no fue una confesión, ni una petición. Fue una sentencia. Inapelable. Una verdad grabada a fuego.
De pronto, todo a mi alrededor comenzó a desvanecerse. El bosque, la niebla, incluso él… pero su mirada permanecía fija, aferrada a mi alma, como si me hubiese marcado con ella.
Desperté sobresaltada, el sueño aún fresquito en mi mente. Sentí que mi cuerpo estaba cubierto por una capa de sudor frío. Miré alrededor, buscando algo que pudiera darme respuestas, pero todo seguía en su lugar: la habitación vacía, el reloj marcando las primeras horas de la mañana, y mi mente dándole vueltas a aquella imagen de él, el Alfa.
Me obligué a levantarme de la cama y me dirigí hacia la ventana. El sol apenas comenzaba a asomar, tiñendo de naranja y rosa el cielo. Pero por alguna razón, la imagen de Zibav, o más bien, de aquel hombre salvaje, se había quedado conmigo. No era solo un sueño. Era algo que me había tocado en lo más profundo.
Recogí mi cabello con rapidez, me vestí y salí de la habitación. Asahi estaba en la cocina, preparando un desayuno sencillo pero reconfortante. Miró hacia arriba cuando entré.
—¿Dormiste bien? —preguntó, pero sus ojos no ocultaban una leve preocupación.
—Más o menos —respondí mientras tomaba una taza de café—. Quería preguntarte algo. Es sobre… el Alfa.
Asahi se quedó quieto por un momento, como si no esperara que mencionara el tema.
—¿El Alfa? —repitió en voz baja, un toque de cautela en su tono—. ¿Por qué lo mencionas? —
Lo miré con curiosidad, aunque no quería que pareciera que había tenido un sueño extraño sobre él. Solo necesitaba saber más.
—Es que… me pareció escuchar algo sobre él la otra vez, y… no entiendo bien qué significa. ¿Por qué todos parecen tan… temerosos de él? —
Asahi suspiró, como si estuviera decidiendo si debía contarme algo más o no. Finalmente, me hizo un gesto con la cabeza.
—El Alfa no es solo un título. Es mucho más que eso. Es quien dirige a la manada, quien protege, quien mantiene el orden. No todos lo aceptan, pero su poder es innegable. Y muchos de nosotros, aunque a veces lo odiemos, no podemos hacer nada más que seguirlo. —
Casi sin quererlo, me encontré preguntando más.
—¿Cómo se llama? Es decir, el Alfa, ¿cómo se llama? —