El aire olía distinto. Una mezcla de tierra mojada, corteza y algo más… algo que se colaba por mi nariz y se enredaba en el pecho. Desde que lo vi… desde que me vio y no me reconoció, algo me crujía por dentro.
Asahi me dejó en una pequeña cabaña cercana a la zona central de la manada. Me dijo que allí estaría mejor, más segura. No supe qué pensar. Su tono era tranquilo, y su sonrisa… cálida. Pero a veces, esa calma parecía demasiado ensayada. Como si escondiera algo.
Había algo extraño en él. Una especie de vibración cada vez que se me acercaba demasiado. Pero no lo suficiente como para alarmarme. Solo lo anoté mentalmente, como quien deja una nota a medio escribir en una servilleta.
—Mañana te pasaré a buscar —dijo, deteniéndose un segundo de más en la puerta—. Intenta dormir. Has pasado por mucho.
Asentí sin palabras. Cansada. Vacía. Cerré la puerta con suavidad.
La cabaña estaba en silencio. Me tumbé en la cama y dejé que el techo de madera me envolviera. Pero el sueño no tardó en llegar. Me arrastró como una marea oscura, sin aviso.
El bosque respiraba.
Era real. Demasiado real.
La tierra húmeda bajo mis pies descalzos, el aire denso como una piel invisible que se pegaba a la mía. Silencio absoluto. Hasta que lo rompió él.
El lobo.
Negro como la noche cerrada. Gigante. Majestuoso. Las brasas encendidas en sus ojos me taladraban con un deseo que no entendía.
Emergió entre la niebla con pasos lentos, fluidos. Cada uno cargado de una tensión que parecía a punto de estallar. No gruñía, no mostraba los colmillos, pero su presencia lo decía todo.
Venía por mí.
No para matarme.
No para hablarme.
Para acercarse.
Para olerme.
Para... poseerme con la mirada.
Se detuvo a un paso de mí, su hocico levantado hacia mi cuello. Inspiró. Y entonces lo supe: me conocía. No de antes. Me conocía ahora.
—No sé qué cambió —dijo su voz en mi mente, grave, salvaje, rasgada por un anhelo que no parecía humano—. Pero desde que estás así… no hay descanso para mí.
Su respiración se aceleró. La mía también.
—Es como si llevaras mi nombre marcado en tu piel. Como si tu olor fuera mío desde siempre y apenas hoy me lo hubieran revelado.
No entendía nada. Pero tampoco podía alejarme.
El lobo bajó la cabeza, y por un instante… rozó mi mano con su hocico. Un toque cálido. El único que mi cuerpo aceptó sin miedo.
—Eres un incendio que no sé apagar —susurró—. Y no quiero.
Entonces, el bosque crujió. El aire se quebró. Y yo desperté de golpe, con el corazón latiendo como un tambor en guerra.
Y ese olor… a bosque, a fuego, a lobo… aún me rodeaba como una segunda piel.
Desperté con el pecho agitado, la frente perlada en sudor. La sábana enredada en mis piernas era la única prueba de que aún estaba aquí… y no allá, en ese bosque, en esa bruma. Con él.
El sueño se sentía pegado a mi piel. Vivo. Palpitante.
Me froté los brazos, intentando borrar esa sensación de calor que su hocico me había dejado al rozarme. Pero no se iba. No era miedo. No era deseo. Era algo entre ambas cosas. Algo más… primitivo.
Afuera, el día apenas se insinuaba. La luz entraba a tientas por la ventana, y escuché un golpe seco. Me asomé.
Era Asahi, esperándome. Como siempre, con los brazos cruzados y esa sonrisa calmada que apenas alcanzaba a sus ojos.
—¿Dormiste bien? —preguntó, con su tono neutral, pero algo en su mirada se tensó al verme.
—No lo sé —murmuré.
—¿Pesadillas?
Negué. No quería hablar de eso. No porque no confiara en él… sino porque algo en mí me decía que no debía contarle nada.
—¿Y tú? ¿Duermes bien? —dije para desviar.
Sonrió, ladeando un poco la cabeza.
—Yo no sueño. No desde hace tiempo.
Caminar junto a él era como seguir a una sombra tranquila, que parecía conocer cada rincón de la manada. Me llevó a lo que llamaban la zona de reunión: una especie de claro cercado, con estructuras de madera oscura y piedra. Una hoguera apagada aún humeaba en el centro.
—Aquí entrenamos. Vivimos. Decidimos.
—¿Tú también eres… como ellos?
Asahi me miró con un destello extraño. No respondía de inmediato, como si calculara cada palabra antes de liberarla.
—Yo soy parte de esto, sí. Pero no pertenezco del todo —dijo por fin
—¿Y Alessandro?
El nombre se escapó de mis labios como un pensamiento en voz alta. Asahi pareció tensarse por un segundo, pero su expresión volvió rápidamente a la calma.
—¿Lo viste? —preguntó, con un tono neutro.
—Sí… en la entrada. Me miró como si nunca me hubiese visto antes.
Asahi dejó escapar una breve risa sin humor.
—Tiene sentido. Entre ustedes dos… no quedó nada bueno. No después de lo que pasó.
—¿Qué pasó?
Asahi caminó un poco más rápido, como si evadir la respuesta fuera parte del camino.
—No deberías preocuparte por él —dijo al fin, con su voz tranquila—. Alessandro no es alguien con quien quieras cruzarte demasiado.
—Pero si ya me crucé…
—Fue mejor que no te reconociera.
Me detuve. Fruncí el ceño.
—¿Qué se supone que significa eso?
Él se giró, su rostro todavía sereno, pero ahora más medido, casi como si cuidara cada palabra.
—Tenías… una historia con él. Eso no es un secreto. Pero tampoco es algo de lo que nadie quiera hablar. Se decía que lo enfrentaste. Que le gritaste cosas que nadie jamás se habría atrevido a decirle a un alfa. Que lo humillaste.
—¿Yo?
—No eres tú exactamente —dijo con un gesto vago—, pero lo eras. En otro tiempo, en otro cuerpo… no sé cómo explicarlo. Solo sé que no lo soportabas. Y él tampoco a ti.
La duda me carcomía, pero Asahi hablaba con tanta naturalidad que hacía difícil saber si mentía o no. ¿Y si era verdad? ¿Y si había odiado a Alessandro por una razón poderosa que ahora no recordaba?
—Solo... mantente lejos de él —añadió con una sonrisa cálida—. No tienes idea de lo que ese hombre puede hacer cuando se siente amenazado.