Como Pablo debe seguir con su patrullaje por la zona y la amiga de Eliana, que ahora sé que se llama Olena, necesita hacer una llamada para que su hermano la reemplace en su trabajo, y así estar pendiente de la recuperación de madre e hijo, yo me quedo junto a la camilla donde está dormida la muchacha de la cual estoy enamorado. «Ahora lo entiendo todo: tiene un hijo, por eso me alejaba», me digo a mí mismo, y el recuerdo de mamá llega a mí de inmediato.
Mi madre tenía cinco años cuando llegó al lado de sus padres y hermano mayor a Berlín. Mi abuelo era hijo de alemanes que nació en el extranjero, y se casó con mi abuela, una mestiza con notorios rasgos afrodescendiente. Un mejor empleo los llevó a Alemania, así mi madre y tío crecieron en ese país. Cuando mi madre tenía diecisiete años conoció a mi padre, un hombre diez años mayor que la enamoró. Él era su profesor en la escuela; había llegado justo cuando mi madre cursaba el último año, enamorándose de él como una tonta, término que ella eligió para calificarse a sí misma cuando me contó esa parte de su historia.
Mi madre quedó embarazada y mi padre no quiso saber nada de mí porque no era un hombre libre, tenía una novia con la que se iba a casar. Cuando mi madre le contó a mis abuelos la situación por la que estaba pasando, ellos la rechazaron y la echaron de casa. Mi tío, quien apenas era un par de años mayor que ella, no podía hacer mucho, ya que el dinero de su trabajo no le alcanzaba para costear sus gastos al ir a la universidad y ayudar a mi madre, pero ella siempre lo recordaba con mucho amor y cariño porque fue el único que no le dio la espalda, hasta que murió, cinco años después de mi nacimiento, en un accidente de carretera.
Nací cuando mamá acababa de cumplir dieciocho años. Ella pudo ir a un hospital y decir que no quería al bebé, abortarme o tenerme y darme en adopción, pero no lo hizo, se quedó conmigo. Cuando le pregunté por qué me tuvo y se quedó conmigo, si ella era muy joven y no podía cuidar de mí, me dijo que después de sentir terror por estar sola, no podía hacerme lo mismo que a ella le hicieron, que al menos juntos podíamos andar por la vida acompañados, y el miedo por enfrentarla no sería tan apabullante.
Como nací y crecí en Alemania, pude dominar el idioma alemán sin inconvenientes. En la escuela aprendí el inglés y mi madre me enseñó el español, su lengua materna. No teníamos lujos, pero éramos felices, hasta que mamá enfermó. Tenía veintiocho años y yo diez cuando nos dieron la noticia del cáncer de cuello uterino. Los médicos no se explicaban cómo una mujer que había practicado la abstinencia por más de diez años podía haber desarrollado ese tipo de cáncer. Mamá nunca más tuvo otra pareja además de mi progenitor. Ella había quedado con tanto miedo de que la vuelvan a engañar, o que a mí me puedan hacer daño, por tantos casos que se veían de padrastros maltratando a sus hijastros, que nunca tuvo un novio o un amante fugaz, y que le dijeran que tenía cáncer de cuello uterino, fue devastador.
Cuatro años después murió y yo tuve que ser llevado a una casa hogar para menores de edad desprotegidos. Estuve ahí hasta que cumplí dieciocho. Luego me retiré a vivir por unos meses en un apartamento compartido, sobreviviendo con la ayuda que el Gobierno brinda a los huérfanos que alcanzaron la mayoría de edad; más tarde conseguí un trabajo e intenté enrumbar mi vida, pero caminar por donde alguna vez lo hice con mi madre me destrozaba, así que decidí mudarme. Al tener doble nacionalidad, decidí cruzar el océano y vivir en el país donde mamá nació. Cuando llegué aquí, me di cuenta que la vida no sería como en Alemania, que había dejando un país donde podía recibir ayuda social por uno donde las políticas sociales casi no existen. Sin embargo, al conseguir trabajo en una empresa de mensajería y que todo lo que hacía para dirigir mi vida por el camino correcto estaba saliendo bien, empecé a ver el lado bueno: aquí no hay inviernos devastadores; la fruta es barata y deliciosa; la gente es amable y siempre se preocupa por ti; nunca falta la oportunidad de divertirte en una buena fiesta; sus paisajes naturales son de un verde hermoso, y aquí uno se puede sentir en familia, aunque no la tenga.
«De seguro Eliana debe sentir el mismo miedo que sentía mamá. Ahora entiendo por qué su mirada me recuerda tanto a la de ella: en ambas hay un halo de preocupación y tristeza por lo que han vivido», concluyo mientras miro el bonito rostro de la mujer de quien me enamoré, el cual luce tranquilo por el calmante que le administraron ante el impacto emocional que tuvo al pensar que perdería a su hijo por la neumonía que lo enfermó. Minutos después, una enfermera se acerca a donde estoy cuidando de Eliana, y me dice que un familiar del bebé puede ingresar a cuidados intensivos para verlo y hablar con el médico que lo está atendiendo. Sin explicar que el único familiar es la madre que está sedada, dejo mi asiento, encargo a Eliana a una enfermera que está haciendo su turno en Emergencias y sigo a la otra para ir a ver al pequeño Sebastián.
Después de vestir todos los implementos de bioseguridad para mantener libres de elementos contaminantes la sala de cuidados intensivos, ingreso, y el médico que está atendiendo el caso de Sebastián me saluda y empieza a darme los detalles del cuadro del bebé. Gracias a Dios está respondiendo muy bien a los antibióticos y ya controlaron la fiebre, pero deberá quedarse en el hospital por unos días para que den seguimiento a su estado de salud. El médico me lleva hacia donde está Sebastián, y lo veo dormido, con una vía intravenosa conectada a su pequeño brazo y una cánula en su nariz para una mejor administración de oxígeno. El pequeño se parece tanto a Eliana; tiene ese bello color de piel que yo no heredé de mi abuela materna con la misma intensidad porque los genes germanos de mi abuelo y progenitor de seguro atenuaron. Acaricio sus cabellos, los cuales tienen pequeñas ondas en las puntas. Nunca había visto a un bebé tan de cerca como lo tengo en estos momentos a Sebastián, pudiendo observar al detalle sus frágiles facciones. Algo en mí está sucediendo porque me siento conmovido a tal nivel que despiertan en mí las ganas de protegerlo, de cuidarlo, de permanecer a su lado para guiarlo por esta vida que no es nada fácil cuando se crece sin el adecuado referente.
Editado: 17.02.2025