Amor de una pieza

5.Un café sin promesas

La lluvia comenzó a caer justo antes de las cuatro, como si alguien hubiese decidido mojar un poco la ciudad para enfriar los ánimos. El viento agitaba las hojas en la calle y los clientes buscaban consuelo en cafés humeantes y pasteles dulces.

Estaba terminando de limpiar la cafetera cuando escuché la puerta abrirse.

Miré por encima del hombro y allí estaba él.

Thomas.

Sin gafas, sin gorra, sin disfraz. Solo él. Camisa azul oscuro, chaqueta de mezclilla y esa forma tan suya de caminar, como si no tuviera prisa, pero tampoco tiempo que perder.

—Buenas tardes —dijo, como si lo nuestro fuera una rutina de todos los días.

—¿Vienes a buscar otro café? —pregunté, sin dejar de limpiar.

—Más que por el café, vine porque no dejé de pensar en cómo me echaste sin echarme la otra vez.

—Fue mi manera educada de invitarte a irte —respondí, con una media sonrisa.

Thomas río, y se sentó en la mesa más cercana. Por cómo se exhalaba en las manos, seguro las tenía algo frías; quizás por la lluvia.

—¿Y hoy? ¿Me vas a echar otra vez?

—Aún no he decidido —dije, colocando una taza en su mesa—. Pero si vienes esperando una conversación encantadora, deberías saber que estoy en modo trabajo. Y que no doy segundas oportunidades tan rápido.

—Bien. Me gustan los retos.

—No es un reto—respondí, esta vez más seria—. No me interesa ser una anécdota más para contarle a tus amigos.

Por un momento se quedó callado. Su expresión cambió, como si algo que yo había dicho le hubiera dolido de verdad. Luego asintió.

—Entiendo por qué piensas eso. —Me giré para llenar la taza con café recién hecho. Él ya no sonreía. —Lo que no entiendo es por qué viniste a mi mesa esa noche con esa sonrisa... si después ibas a tratarme como si fuera culpable de algo que aún no hice.

—No todos los que sonríen están abiertos a ser descubiertos.

—¿Y tú?

Lo miré. Lo miré de verdad. No como a un actor famoso o a un tipo guapo. Sino como alguien que, por alguna razón que aún no comprendía, estaba sentado frente a mí desafiando mi instinto de protegerme.

—Yo todavía estoy en proceso de decidir si vale la pena bajar la guardia.

Él asintió despacio, sin apuro.

—Entonces solo tomaré mi café. Y esperaré.

—Sin promesas —le dije.

—Sin promesas —repitió, y alzó su taza.

La escena quedó suspendida en el aire unos segundos. El murmullo del restaurante siguió como si nada, pero dentro de mí todo se había vuelto un poco más silencioso. Como si esa pausa, ese gesto sin peso aparente, significara más de lo que estaba lista para aceptar.

Justo cuando creía que se quedaría en silencio todo el rato, me sorprendió:

—¿Tienes algún descanso hoy?

Lo miré de reojo.

—¿Por qué?

—Para pedirte que salgas cinco minutos. A la terraza. No para hablar de mí. Para preguntarte de ti. Lo justo, sin cruzar ninguna línea.

Lo miré mientras me cruzando los brazos.

—Cinco minutos. Pero si dices algo que no me guste, vuelvo adentro y me olvidas.

—Trato justo —respondió.

Salimos. El aire olía a tierra mojada, y la lluvia se había calmado, dejando un fresco agradable. En la terraza, una pequeña mesa bajo un toldo nos esperaba como si hubiese sido colocada para ese momento exacto. Thomas se sentó frente a mí, sin decir nada de inmediato. Y yo tampoco llené el silencio. Me limité a cruzar los brazos sobre la mesa, más para protegerme que por comodidad.

—¿Siempre fuiste mesera? —preguntó finalmente, sin ironía.

—No. Estoy en la universidad —respondí—. Solo llevo aquí unos meses. Me gusta ayudar a mi mamá con los gastos.

—Que buena hija—dijo con tono cómico—¿Qué estudias?

—Educación. Quiero ser profesora de primaria.

Me miró con interés genuino, sin el gesto fingido que a veces usan los hombres para parecer sensibles.

—¿Y por qué eso?

—Porque alguien tiene que enseñarles a los niños, y me gustaría que al menos uno de ellos se acuerde de mí por algo más que el abecedario.

Él asintió, como si no supiera exactamente qué decir.

—¿Y tú? ¿Siempre supiste que querías actuar? —le devolví la pregunta.

—Desde niño. Supongo que empecé porque a los adultos les hacía gracia. Imitaba voces, hacía bromas. Me aplaudían. Eso me hacía sentir visto.

—¿Y ahora? ¿Sigues haciéndolo por eso?

Thomas bajó la mirada, se frotó las manos.

—No sé. A veces siento que cuanto más me aplauden, menos me ven de verdad.

Sus palabras me tomaron por sorpresa. No eran algo que esperarías de alguien con muchos seguidores y un rostro que aparece en pantallas por todo el mundo.

—Entonces, ¿qué estás buscando?

Me miró, y esta vez no esquivó la respuesta.

—Algo que no se termine cuando cortan la escena.

No supe qué responder a eso, tomé un sorbo de mi café. Estaba tibio ya, pero me sirvió para distraerme.

—¿Tú y tu madre viven solas? —preguntó al cabo de un momento.

Asentí.

—Desde hace muchos años. Mi padre nos dejó cuando yo era niña.

—Lo siento.

—No lo hagas. A veces perder a alguien es una forma de salvarse. Mamá es fuerte. Aunque no siempre lo parezca. Supongo que por eso soy como soy.

—¿Cómo eres?

—Alguien que no se lanza sin saber dónde va a caer.

Thomas sonrió de lado.

—Eso me gusta.

—No deberías. Es más frustrante que encantador.

—Me gusta porque no estás intentando gustar.

Lo miré. Por un instante olvidé que estaba hablando con un actor. Solo vi a un chico que, pese a sus ojos de pantalla grande, parecía buscar algo parecido a lo que yo temía admitir que también buscaba.

—¿Siempre hablas así? —le pregunté— como si tuvieras un guion detrás de cada frase.

Él soltó una risa breve, sincera.

—Solo cuando estoy nervioso.

—¿Estás nervioso?

—Un poco.

Y eso me desarmó un poco más de lo que quería.

—No tienes por qué estarlo. No voy a morderte.



#6065 en Novela romántica
#969 en Thriller

En el texto hay: adolescente, romance, amor

Editado: 29.09.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.