Los jueves, viernes y sábados suelen arrastrarse. Pero esta semana, pasaron volando.
Entre clases, trabajos grupales y turnos de tarde en el restaurante, apenas tuve tiempo de mirarme al espejo. La universidad parecía haber entrado en modo velocidad máxima, y el restaurante seguía siendo ese mundo paralelo donde todo era acción, pedidos, bandejas y breves charlas.
Incluso Liam y yo volvimos a fluir. No fue como antes, claro. Algo había cambiado. Pero nos entendíamos en silencio, sin necesidad de tocar lo que aún dolía.
Se reía otra vez. Me hacía bromas y yo le devolvía pequeñas sonrisas que significaban: gracias por seguir aquí.
No hablé más con Thomas desde ese mensaje del miércoles por la noche. No porque no quisiera, sino porque preferí dejarlo así: breve, encantador, en el aire.
Hasta que llegó el domingo. Mi único día libre. Mi día para dormir hasta tarde, andar en pijama hasta el almuerzo, limpiar lo que no limpié en toda la semana y escuchar música con los pies descalzos sobre el sofá.
Estaba revisando mi correo de la universidad cuando vibró el celular. Era mediodía. Ni muy pronto, ni demasiado tarde.
"¿Plan para esta noche: fiesta tranquila con gente ruidosa o quedarte pensando en qué pasaría si hubieras dicho que sí?"
Parpadeé. Leí el mensaje dos veces.
Después, otro:
"Antes de que te asustes, no es mi fiesta. Es de Zoe. Gente de la facultad. Nada de alfombras rojas, lo juro."
Y uno más, antes de que pudiera responder:
"Puedes venir sola o traer a alguien. Puedes irte cuando quieras. Pero si vas, juro que esta vez no hablaré en frases encantadoras. Bueno... no tanto."
Me quedé mirando la pantalla. Una parte de mí sonrió. Otra, empezó a imaginar todos los posibles escenarios donde esto salía mal.
Lo que no hice fue responder. Aún no. Porque no estaba segura si esa invitación era el principio de algo... o el primer paso para abrir una puerta que no podría cerrar después.
Tomé el celular, leí el mensaje otra vez y escribí sin pensarlo demasiado:
"Está bien. Pero tengo una condición."
La respuesta no tardó:
"¿Que me porte bien?"
"Que esté en mi casa antes de medianoche."
"¿Eres Cenicienta?"
"Soy una mujer con sueño y dignidad."
"Perfecto. Entonces te paso a buscar a las 8. Prometo devolverte intacta antes de que el hechizo se rompa."
Suspiré. Parte de mí ya se estaba arrepintiendo. Pero la otra... necesitaba verlo. Necesitaba saber si lo que sentía solo vivía en los mensajes, o también en la vida real.
Thomas paso por mi a las 8 en punto como había dicho. Vestía una camiseta sencilla, vaqueros y zapatillas deportivas. Estacionado en frente, un sedan de lujo, color negro brillante que reflejaba las luces de la calle como un espejo.
Parado en la acera, me vio acercarme con ojos atentos, como si hubiera estado esperando todo el día por ese momento. Su sonrisa era contenida, una mezcla de confianza y nervios que casi me hacen olvidar los míos propios. Cuando llegué a su lado, extendió una mano hacia la puerta del copiloto sin decir nada, como un gesto instintivo que llevaba haciendo toda la vida.
Al llegar, Zoe nos estaba esperando en la entrada del club. No era un lugar elegante ni exclusivo. Todo lo contrario: luces de neón parpadeantes, una fila de gente ansiosa por entrar, música retumbando desde dentro y un olor a alcohol mezclado con perfume.
—¡Por fin! —dijo, abrazándome como si fuéramos amigas de toda la vida—. Estaba a punto de pensar que mi hermano había inventado que venías.
—Sí, bueno... aún no estoy segura si esto fue una buena idea —le dije, mirando alrededor. Thomas se inclinó hacia mí.
—Si quieres huir, tengo un plan de escape perfectamente diagramado.
—No pienso huir. Pero si alguien me salpica con un cóctel, no respondo.
Entramos. El club estaba lleno. Demasiado lleno. Gente bailando, riendo, gritando para que los escucharan por encima de la música. Las luces eran bajas, azules y rojas, moviéndose al ritmo de un beat electrónico constante.
Yo intentaba seguirle el paso a Zoe, que saludaba a medio mundo, mientras Thomas se mantenía cerca de mí, como una especie de escudo invisible.
—¿Te sientes bien? —preguntó al oído, aprovechando un momento de silencio entre canciones.
—Digamos que si esto fuera una película, yo sería la extra que sostiene la bandeja y no la que baila en el centro.
—Yo la vería por la extra.
—Claro. Hasta que aparece la chica que sabe moverse, y todos se olvidan de ella.
Como si el universo me escuchara, apareció. Alta, segura, con una copa en la mano y los labios pintados de rojo.
Se acercó a Thomas como si lo hiciera cada noche.
—Vaya, Cortez. No me esperaba verte en una fiesta tan... estudiantil —dijo, casi gritándole para que la escuchara.
Thomas forzó una sonrisa.
—Lucía. Qué sorpresa.
Ella lo miró de arriba abajo, y luego a mí.
—¿Y esta es...?
—Clara —dije yo misma.
Lucía me examinó con una sonrisa de oreja a oreja. Sus ojos saltones eran apenas visibles por su gran flequillo.
—Encantada. Yo soy Lucía, ex novia de tu cita.
Thomas apretó los labios.
—¿De verdad? ¿Eso vas a decir?
—¿No es cierto? —preguntó ella, encogiéndose de hombros con inocencia fingida—. Digo, hay que ser sinceros. Especialmente con las nuevas.
La música siguió, los cuerpos bailaban, pero el momento entre nosotros se congeló.
—Voy a buscar aire —le dije a Thomas, sin mirarlo.
Él me siguió de inmediato.
Salimos por una de las puertas laterales que daban a un callejón oscuro y estrecho. Un par de bolsas de basura junto a los muros y un grafiti mal hecho en la pared opuesta eran todo el paisaje. Pero al menos, ahí sí se podía respirar.
—Siento eso —dijo Thomas, al fin.
—No tienes que sentir nada. Tus ex son tus ex. Pero quizás la próxima vez evita presentármelas como si estuviéramos en una telenovela.