Amor de una pieza

12.Despúes del ruido

El auto de Thomas estaba estacionado a una cuadra del club. No caminamos tomados de la mano. Tampoco dijimos mucho. Había algo en el aire que nos sostenía en una calma incómoda. Como si cada uno estuviera masticando sus pensamientos sin querer tragarlos.

Cuando entramos al vehículo, él encendió el motor, pero no puso música. El silencio, por una vez, no era pesado; era necesario.

Manejaba con una mano en el volante y la otra apoyada en el cambio. Yo observaba por la ventana. Las luces de la ciudad deslizándose como recuerdos aún tibios. Hasta que bajé la mirada a sus manos. Los nudillos de la derecha estaban rojos. Un poco hinchados.

—¿Te duele? —pregunté, sin sonar tan fría como pretendía.

Él bajó la vista brevemente. Sonrió, pero sin humor.

—No mucho. He tenido peores.

—¿De dónde sabes esquivar así?

Thomas respiró hondo, como si se preparara para saltar a un recuerdo. Tardó unos segundos en responder.

—Tuve que aprender. A golpes, literalmente.

Lo miré. No como interrogatorio. Más bien... como quien espera algo que no sabe si quiere oír.

—Tenía un hermano —dijo al fin—. Gregory. Un año mayor que yo.

No dije nada. Solo asentí, suave.

—Una noche, hace un par de años, salimos a un bar. Una salida común. Unos tragos, música, risas. Gregory se fijó en una chica. Ella parecía interesada también, pero... había otro tipo, uno que no lo tomó bien.

—¿Se pelearon por ella?

—No al principio. El tipo empezó a molestar. Burlas, empujones. Se juntó con otros cuatro, amigos suyos. No sé en qué momento la noche cambió de tono. Cuando salimos del lugar, ya nos estaban esperando.

La forma en que lo dijo... tan plano, tan despojado de emoción, fue peor que si hubiera gritado.

—Yo no sabía pelear —continuó—. Nunca me había enfrentado a nadie. Gregory, en cambio, era impulsivo. No se dejó amedrentar. Les respondió. Lo rodearon. Lo golpearon. Cinco contra uno.

—¿Y tú?

—Congelado. No supe qué hacer. Solo gritaba su nombre. Intenté meterme, pero me tiraron al suelo en segundos. No pude defenderlo. A mi propio hermano.

Sus nudillos se apretaron en el volante. Esta vez, sí se notó el dolor.

—¿Qué pasó con él?

—Sobrevivió. Pero no fue el mismo. Estuvo semanas en el hospital. Cicatrices en la cara, problemas en una costilla, terapia. Y después... silencio entre nosotros. Creo que nunca me perdonó no haber peleado por él.

Miré sus manos otra vez. Y entendí que ese golpe de hoy... no era solo por mí. Era por él. Por Gregory. Por ese chico que una vez se quedó sin moverse.

—¿Y aprendiste a pelear por eso?

Thomas asintió. No como quien se enorgullece, sino como quien se resigna.

—No porque me guste. Porque la culpa pesa más cuando sabes que sí podrías haber hecho algo... y no lo hiciste.

No dije nada más. Solo le ofrecí una pequeña servilleta que llevaba en la cartera. Él la tomó, y al rozar mis dedos, solo por un segundo... pareció respirar distinto.

Thomas limpió el borde de sus nudillos con suavidad. No se quejaba, pero su gesto era tenso, como si el dolor viniera de más atrás que la piel.

Me quedé en silencio unos segundos. Luego solté la pregunta, sin filtro:

—¿Dónde está tu hermano ahora?

Él dudó un instante. —No lo sé con certeza. Hace como un año que no lo veo.

—¿Ni siquiera sabes dónde vive?

—La última vez que supe de él estaba en la costa, trabajando como portero en un club. Pero... eso fue hace mucho. Gregory no es de los que deja rastro —lo dijo con una mezcla extraña entre resignación y culpa.

—¿Y no has intentado buscarlo?

—Claro que sí —respondió, sin elevar la voz—. Pero cuando alguien no quiere ser encontrado, no hay red social ni dirección vieja que sirva. Y Greg... él eligió desaparecer. Al menos de mi vida.

—¿Sabes si está bien?

Thomas apartó la servilleta, miró al frente por un momento, y luego respondió:

—He escuchado cosas. Rumores. Gente que dice haberlo visto en lugares donde no debería estar... metido con gente complicada. Pero nadie me da una historia completa. Solo retazos. Lo suficiente para preocuparme.

—¿Gente complicada?

—Sí. Algunos del viejo barrio. Tipos que solían hacer encargos, cobrar deudas. Nada legal. Y él... bueno, Gregory nunca fue bueno para el miedo. A veces pienso que fue eso lo que más le molestó de mí; que yo tenía miedo. Él no.

Me quedé mirándolo. La calle pasaba lenta fuera del auto. No supe qué decirle. Porque, ¿Qué se le dice a alguien que no sabe si su hermano está vivo, desaparecido o en guerra con medio mundo?

—¿Tienes miedo ahora? —le pregunté.

—Sí —respondió sin dudar—. Porque ahora tengo cosas que perder.

Nos miramos. Solo un segundo. Y sin pensarlo demasiado, apoyé mi mano sobre la suya. No como promesa. No como consuelo. Solo... como quien dice "te escuché".

Él la sostuvo un instante. Luego suspiró.

—Cenicienta. Casi es medianoche.

—No soy tan frágil como para perderme si se me cae un zapato.

—No, pero si alguien se atreve a quitarte uno... yo sí me pierdo.

Sonreí, apenas.

El auto se detuvo frente a mi casa. Las luces del porche estaban encendidas, como siempre que mamá sabía que llegaría tarde.

Thomas apagó el motor. No parecía tener prisa por irse.

—Gracias por traerme —le dije, soltando el cinturón.

—Gracias por dejarme traerte. Eso ya es un avance.

Ambos sonreímos. Abrí la puerta, pero no bajé. Lo miré.

—Lo de tu hermano... lamento que tengas que cargar con eso solo.

—Ya no lo cargo tan solo. Aunque sea por esta noche.

Me sonrojé sin querer.

Salimos del auto y caminamos juntos hacia la puerta. El aire me ayudaba a mantener la mente clara, aunque mi corazón seguía bailando como en el club.

Cuando llegamos al escalón, Thomas se detuvo.

—¿Sabes que aquí es donde debería decir algo encantador, darte un beso y arruinar toda tu estrategia de distancia emocional?



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En el texto hay: adolescente, romance, amor

Editado: 19.09.2025

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