Amor de una pieza

14. Rumores en el aire

El lunes había sido un torbellino, pero el martes no empezó mejor.

La universidad parecía haberse convertido en un mercado de rumores donde yo era la mercancía principal. A donde fuera, sentía esas miradas curiosas, rápidas, como si todos estuvieran evaluando qué tan cierta era la historia que ya corría como pólvora.

En la entrada del campus, escuché a dos chicos hablar en voz baja mientras pasaba cerca:

—Dicen que Cortez se agarró a golpes en el club del centro.

—¿El actor?

—Sí, ese mismo. Que fue por una chica.

—¿Y quién era?

—Ni idea. Pero seguro no cualquiera...

Seguí caminando, fingiendo que no era conmigo, aunque por dentro me hervía la sangre. Esa historia no era un espectáculo. No era un episodio más para sus charlas de pasillo.

Subí las escaleras hasta el segundo piso, donde el aire olía a café y a tiza.

En el aula ya estaban varios compañeros acomodados. En la fila de atrás, Natalia, con su coleta alta y gafas, hojeaba un libro de sociología. Siempre tenía algo para decir en clase, generalmente para corregir al profesor. Un poco más adelante, Iván, que parecía haber nacido bostezando, hacía dibujos en la esquina de su cuaderno.

Me senté junto a la ventana, como siempre, con la esperanza de que el cristal me aislara un poco del mundo. Afuera, el campus bullía con estudiantes cruzando el jardín, los árboles dejando caer hojas amarillentas pese al sol aún fuerte de septiembre.

La clase comenzó. El profesor Ortega, un hombre de barba desordenada y mirada distraída, empezó a hablar de teorías del lenguaje. Tomé apuntes mecánicamente, aunque mis pensamientos vagaban hacia otro lado.

Hacia él.

Thomas no había escrito nada esa mañana. Y por mucho que intentara no darle importancia, lo sentía como una espina bajo la piel.

Al salir de la clase, fui directo a la cafetería; compré un café y me senté en una mesa cerca de la ventana.

—Clara, ¿puedo? —Zoe apareció frente a mí con una bandeja de jugo y sándwich.

—Claro —respondí, aunque sabía que traía algo entre ceja y ceja.

Se sentó con un aire inquieto.—Vale, no vengo a repetir lo del domingo. Ya pedí perdón ayer y me siento lo suficientemente culpable como para escribirte una carta formal de disculpas. —Sonrió apenas, como buscando mi complicidad.

—Entonces, ¿a qué vienes?—A advertirte.Levanté una ceja.

—¿Advertirme?

Zoe se inclinó hacia adelante, bajando la voz.

—Raúl. Lo escuché en el pasillo esta mañana. Iba con un par de tipos, y no hablaban precisamente en susurros. Decían que mi hermano lo humilló, que lo dejó en ridículo delante de todos, y que eso no se va a quedar así.

El corazón me dio un vuelco.

—¿Y qué significa "no se va a quedar así"?

—Que lo están buscando. A él. Y por extensión... —Zoe me miró con seriedad, por una vez sin bromas—. A ti también.

Me quedé callada. Ella jugueteaba con la pajilla de su jugo, nerviosa.

—Clara, yo sé que Thomas puede defenderse, se le notó. Pero estos tipos no juegan limpio. Y no hablo solo de Raúl, sino de la gente con la que anda.

—¿Los Romero? —pregunté en un hilo de voz.

Ella asintió, incómoda. —Pues sí. Y créeme, si los Romero están metidos, entonces esto ya no es solo un chisme universitario.

La piel se me erizó. Por primera vez, vi a Zoe realmente preocupada, y no solo como la chica vivaz que siempre tenía una sonrisa lista.

Más tarde, en el pasillo, entre un ir y venir de estudiantes cargados de libros y mochilas, me crucé con Liam. Se notaba cansado pero impecable, con la camisa arremangada hasta los codos y la mochila colgando en un solo hombro. Sus pasos eran seguros, de esos que solo alguien con experiencia universitaria podía tener.

Es su último año, y se le notaba. Caminaba con la calma de quien ya conoce el terreno, con esa mezcla de responsabilidad y cierto desapego, como si todo esto empezara a quedarle chico.

—Ey, ¿cómo vas? —me dijo, sonriendo apenas.

—Bien. —Mentira. Se te nota en la cara.

Reí un poco, derrotada. —Estoy harta de los rumores.

—Es la universidad. Si alguien estornuda en la biblioteca, a la hora dicen que murió en el baño.

—No es gracioso.

Liam me miró más serio. —¿Te hizo daño ese tipo?

—No. Solo me incomodó. Thomas lo detuvo.

—Claro... Thomas.

Había un filo en su voz. No un reproche directo, pero sí un matiz que me hizo sentir incómoda.

—Liam... —empecé, pero él levantó la mano.

—No te preocupes. No voy a decir nada. Solo... ten cuidado, ¿sí?

Lo observé alejarse. No era celos exactamente. Era algo más parecido a miedo.

Ya en el restaurante, el turno de la tarde empezó como siempre: platos chocando en la cocina y un murmullo constante de clientes que iban y venían.

Cuando el reloj marcaba las siete, yo ya sentía las piernas protestando.

—Clara, ¿puedes cubrir la mesa cuatro?

—me pidió Mía, acercándose con la bandeja medio cargada. Tenía el cabello recogido en un moño alto y un lápiz atravesado como si fuera un adorno improvisado.

—Claro, ¿qué pasó?

—Que si vuelvo a sonreírle al tipo del whisky, me va a pedir matrimonio. Y no estoy de humor para rechazos elegantes.

Rodé los ojos y tomé la bandeja.

—Un día de estos, Mía, te van a dar un Oscar por actuación de mesera perfecta.

—Ya quisiera. Con mis gastos no llego ni a comprar el boleto de cine —replicó, guiñándome un ojo antes de desaparecer entre mesas.

En la entrada de la cocina, Ismael secaba platos con la misma calma de siempre, como si el mundo a su alrededor pudiera caerse y él seguiría ahí, metódico. Me acerqué para dejar la bandeja vacía.

—¿Qué miras? —le pregunté, notando que su atención estaba fija en un grupo de estudiantes ruidosos del fondo.

—Que beben como si mañana fuera feriado —respondió seco. Después, con un leve arqueo de ceja, añadió—: Escuché a uno de ellos hablar de tu amigo el actor.



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En el texto hay: adolescente, romance, amor

Editado: 19.09.2025

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