La mañana en la universidad amaneció más ligera. Los rumores todavía corrían, sí, pero parecían haberse diluido un poco entre las preocupaciones normales del semestre.
Yo me refugié en lo de siempre: llegar temprano al aula, sentarme cerca de la ventana y fingir que el murmullo de los demás era solo ruido de fondo. Afuera, el jardín central estaba lleno de estudiantes; algunos reían a carcajadas, otros caminaban rápido como si siempre llegaran tarde a todo. Las hojas de los árboles empezaban a perder su verde intenso, recordando que el verano ya había quedado atrás.
El profesor Ortega, con su barba desordenada y sus gafas ladeadas, entró cargando un montón de libros y papeles. Se aclaró la garganta, y con su voz grave empezó a divagar sobre semántica. Yo escribía, aunque más por reflejo que por interés. Cada tanto, mis ojos se iban al celular, reposando sobre la mesa. Ni una notificación.
Suspiré y forcé mi atención en el pizarrón. Pero bastaba un segundo para que mi mente volviera a él, como un imán.
En el receso, me encontré con Zoe en la cafetería. Estaba en la fila con un jugo en la mano, y cuando me vio, me llamó agitando los dedos.
—¡Clara! —dijo sonriente—. Ven, te guardo el lugar.
Me abrí paso hasta ella y agradecí el gesto. La fila era un monstruo de veinte estudiantes impacientes.
—¿Sobreviviste a Ortega? —me preguntó.
—Apenas.
—Ese hombre debería dar clases de insomnio. Es un talento natural.
Reí, relajándome un poco. Zoe parecía tener ese efecto.
Pedimos algo rápido: yo un sándwich y un café, ella una empanada.
Terminamos en una mesa junto a la ventana, mirando el campus.
La conversación derivó en cosas simples: un profesor que siempre llegaba con las camisas arrugadas, el drama de no encontrar asiento en la la cafetería, e incluso Zoe me confesó que había perdido un par de zapatillas en un ensayo de danza.
Me reí tanto que olvidé por un rato todo lo demás.
Fue refrescante hablar de algo que no incluyera peleas, rumores o Thomas. Aunque claro, al final Zoe no pudo resistirse.
—Igual... se nota que él te mira distinto.
La ignoré, centrando la vista en el fondo de mi café. Pero mi sonrisa me delató.
Más tarde en el restaurante, parecía todo un torbellino de clientes. Mía iba y venía con su moño deshecho, cargando bandejas como si fueran extensiones de sus brazos. Ismael secaba platos con paciencia infinita, y Charlie, desde la cocina, gritaba órdenes como si estuviera en una guerra.
—Clara, mesa cuatro —me dijo Mía, acercándose con su típica sonrisa cómplice—. Y prepárate.
—¿Para qué?
No respondió, solo me señaló con la cabeza. Seguí su gesto... y ahí estaba.
Thomas.
En una mesa junto a la ventana, como cualquier cliente común. Su postura relajada contrastaba con su presencia. Llevaba una chaqueta clara, el cabello ligeramente desordenado, y esa expresión entre confianza y picardía.
Tragué saliva y me obligué a caminar hacia él, libreta en mano.
—¿Qué va a ordenar? —pregunté con el tono más profesional que pude reunir.
—Qué formalidad, señorita mesera. —Sonrió—. Me siento como en una cita incógnita.
—Esto no es una cita. Es trabajo.
Lo fulminé con la mirada. Él se inclinó hacia adelante, bajando un poco la voz.
—Está bien. Entonces dame un café negro. Pero solo porque sé que no me odias tanto como aparentas.
Anoté sin mirarlo, aunque sentí el calor en mis mejillas.
Mía pasó por detrás, susurrándome al oído:
—Si te incomoda, yo me encargo. Aunque admito que es más divertido verte sufrir.
La empujé suavemente con el codo, y ella rio mientras desaparecía entre mesas.
Cuando llevé el café, Thomas me miró fijo.
—¿Siempre trabajas hasta tan tarde?
—Sí. ¿Por qué?
—Porque empiezo a sospechar que este lugar es mi competencia. Te roba demasiado tiempo.
—Y a ti te sobra —respondí, dejando la taza en la mesa.
Él soltó una risa suave, pero no dijo nada más. Solo me siguió con la mirada mientras me alejaba.
Cuando fui a recoger su taza, Thomas me recibió con una sonrisa.
—¿Siempre tan eficiente o es solo conmigo? —preguntó, con ese tono que mezclaba ironía y encanto.
—Créeme, no eres tan especial —respondí.
—Ay, qué dolor... justo cuando empezaba a pensar que teníamos algo único.
—Lo único que tienes aquí es una cuenta que pagar.
Él rio.
—Sabes que me encanta cómo intentas ponerme en mi lugar.
—¿Intento? —arqueé una ceja.
—Bueno, sí. Porque todavía estoy sentado aquí, y todavía lograste que pidiera un café negro cuando lo que quería era pasar la tarde viéndote correr de mesa en mesa.
—Si quieres espectáculo, ve al teatro.
—Prefiero verte a ti —contestó sin dudar.
Me quedé mirándolo unos segundos, desconcertada por la facilidad con que soltaba esas frases, como si fueran tan naturales como respirar. Negué con la cabeza y me crucé de brazos.
—No deberías decir esas cosas tan en serio.
—¿Y si no son en serio? —preguntó, con esa sonrisa traviesa.
—Entonces deberías dejar de perder mi tiempo.
Él apoyó el codo sobre la mesa y me sostuvo la mirada, sin borrarse la sonrisa.
—¿Y si son muy en serio?
Abrí la boca para responder, pero ví a Charlie haciéndome señas obligándome a atender las otras mesas.
Momento después, él seguía allí, esperándome.
—Clara, ¿tienes el domingo libre? —preguntó, como quien lanza una pregunta casual aunque ya supiera la respuesta.
—¿Y cómo lo sabes?
—Un pajarito me contó.
—Ese pajarito habla demasiado.
Lo miré fijamente, buscando alguna trampa en su expresión. Pero lo único que encontré fue una sonrisa confiada, de esas que sabía que podían meterse en mi cabeza.
—No lo sé, Thomas.
—No tienes que saberlo todavía. Solo piénsalo. Un café, una caminata... nada más. Y prometo devolverte antes de medianoche, como toda Cenicienta merece.