Amor de verano

Primera parte: Laia

 

 

 

PRIMERA PARTE:

LAIA

 

1

   La megafonía del tren anunció la siguiente parada. Laia, que hasta entonces había tenido la mirada perdida en el paisaje costero, revisó la pantalla para asegurarse de que aquel era su destino. Bajó la maleta del espacio sobre las ventanas y se desplazó despacio hasta las puertas con la nostalgia y el miedo entremezclándose.

   La última vez que había estado allí tenía dieciséis años y estaba llena de vida y optimismo. Ahora con treinta, tras una relación tormentosa y habiéndola mordisqueado y escupido el mundo, se sentía derrotada y perdida. No era ni una sombra de aquella adolescente soñadora que había crecido entre el mar y la montaña, ya no se sentía ella misma. Ya no sabía quién era.

   El tren frenó al entrar en la estación, pulsó el botón de apertura cuando parpadeó en verde y aguantó el manotazo de calor que le dio en la cara el andén. Se sorprendió de la cantidad de gente con sombrillas que bajaba en aquella minúscula estación. Esperó aturdida y desubicada a que fueran saliendo, había huido de la ciudad en busca de calma, había huido del hormiguero en el que vivía y no quería recrearlo en aquel pueblecito.

   Aquel primer punto de reencuentro con la Laia del pasado apenas había cambiado, era casi tal y como recordaba. Dos vías, dos andenes desangelados sin una mísera sombra bajo la que cobijarse en pleno verano, los patios de las casas a un lado y la playa al otro... lo único que marcaba el paso del tiempo era la valla negra que habían instalado para que no saltasen desde la playa al andén, algo que ella había hecho varias veces en su adolescencia.

   Revisó la hora en la pantalla del móvil, eran las once y media, hasta las doce no podía registrarse en la pensión en la que había reservado una habitación para quince días, estaba a unos trescientos metros de la estación, así que tendría que hacer un poco de tiempo y, a ser posible, a la sombra si quería evitar un golpe de calor.

   Caminó hasta la caseta de la estación y salió a la estrecha acera de la carretera nacional. El tráfico era fluido a aquella hora, pero igual de peligroso que siempre. Recordaba haber visto más de un atropello siendo una cría porque los pasos subterráneos estaban faltos de mantenimiento o inundados tras una tormenta, por eso la gente siempre prefería aventurarse a cruzar la peligrosa carretera. Pero parecía haber cambiado, veía un semáforo más adelante, allí donde antes sólo estaba el paso por el que bajaba la riera tras una tromba de agua. Con una emoción casi infantil recorrió la corta distancia hasta el semáforo, en la esquina seguía la casa de fotografías que parecía haberse especializado en bodas y bautizos y en la otra su restaurante preferido de cuando era una cría que estaba cerrado y parecía abandonado. Sintió una suave punzada de tristeza que se obligó a ignorar. Sólo era un restaurante. Sólo un bonito recuerdo que empezaba a amarillear y perder definición.

   Frente a ella, al otro lado del semáforo, estaba la calle principal, la que todos llamaban "La Riera" a secas, el punto por el que bajaba el agua con más fuerza, el sitio en el que se reunía la gente tras una tormenta para comprobar si algún idiota había aparcado en un lugar indebido pese a las señales que anunciaban que era un paso inundable.

   ¿Cuántos coches habría visto atrapados entre el fango, la basura y empotrados contra los pilares del puente que canalizaba la riera por debajo de la nacional? El recuerdo le hizo sonreír, no porque fuera divertido o entrañable, sino por el hecho de ser lo más apasionante que ocurría en el pueblo durante los veranos.

   Cruzó cuando el semáforo se le puso en verde. El primer cambió evidente, que ya había podido vislumbrar antes de cruzar, era que habían canalizado la riera por debajo del asfalto, le tranquilizó un poco el saber que ya no existía el peligro de ser arrastrada por una riada repentina si se despistaba.

   La Laia del pasado le recordó lo altos que eran los bordillos para evitar que el agua entrase en las casas. Tanto que, en algún punto, había hasta cuatro peldaños para poder subir a la acera. También que, si se sentaba en los bancos, sólo podía verse el techo de los coches pasando a toda velocidad por el paso inundable que era la carretera.

   Lo demás permanecía igual, como atrapado en el tiempo. Las mismas moreras enormes y frondosas, los bares, la biblioteca, el mismo estanco con la prensa, las postales y los artículos para playa bien organizados, la heladería artesanal, el majestuoso edificio modernista...

   Era un poco como volver a casa. Un buen sitio donde volver a empezar. El sitio perfecto para encontrarse a sí misma.

   El lugar para reencontrarse con la Laia que había sido y, con suerte, resurgir cual ave fénix de entre sus cenizas.

 

2

   La habitación de la pensión era vieja, pero estaba bien cuidada. Ubicada en la última planta del edificio modernista, estaba dotada de una pequeña terraza que daba al patio interior y se podía ver el mar rompiendo al otro lado del muro que separaba el paseo marítimo de las vías del tren.

   Se sentó en una de las sillas de plástico e inspiró hondo el aire caliente y húmedo. Empezaba a sentirse bien.



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En el texto hay: lgbt+

Editado: 18.06.2022

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