El día después de la ascensión de Evelina fue de una calma irreal. La casa de Puerto Ceniciento era ahora solo una casa vieja
Ya no era un personaje y objeto de posesión, sino una estructura de madera
Raúl y Sara pasaron la mañana recogiendo los restos del enfrentamiento, Arreglaron el marco destrozado de la puerta y sellaron el falso fondo del armario. La labor fue terapéutica, un acto de devolver la normalidad a un lugar que la había perdido hacía seis largos años
Al cerrar la caja de deseos, Raúl no sintió dolor, sino respeto, y un profundo cariño y amor
El papel del contrato seguía intacto: Propósito Final: Ser su hogar, estar unidos, ser suya para la eternidad
Raúl pasó la mano por las iniciales grabadas, E.P., y sonrió con una tristeza suave. Evelina había encontrado su hogar, pero no en la tierra ni en la posesión, sino en el corazón que había liberado.
Sara lo observó desde el pasillo. La culpa que había cargado se había desvanecido. Sus ojos, antes llenos de terror contenido, ahora reflejaban una profunda serenidad. Se había salvado a sí misma al salvar a su amiga.
Una semana después, Raúl puso la casa en venta. Ya no era su prisión ni su hogar; era un recuerdo que necesitaba dejar ir.
Raúl y Sara hicieron un último viaje juntos. Condujeron hasta el parque cerca de la costa, el lugar donde Sara había confesado su culpabilidad. Llevaban consigo la caja de deseos.
Se detuvieron al borde del acantilado, donde el viento salado y fuerte azotaba sus rostros. Raúl abrió la caja una última vez. Sacó los recortes de moda, la descripción de "El Hombre de los Sueños" y el contrato. Tomó el papel del contrato y, con un encendedor, le prendió fuego.
Las llamas consumieron rápidamente la promesa de posesión, y las cenizas volaron hacia el mar.
—Se libre, mi amor —susurró Raúl.
Tomó la caja de madera vacía y se la dio a Sara
—Guárdala. Como recuerdo de la mejor amiga que conociste, la de antes de la soledad.
Sara asintió, las lágrimas en sus ojos eran solo de nostalgia.
Raúl miró el mar, sintiendo el viento abrazarlo, sin la opresión de una presencia. Sabía que nunca olvidaría a Evelina, pero el amor ya no era un ancla. Era una vela.
Pasaron los meses. Raúl vendió la casa de Puerto Ceniciento a una pareja joven que buscaba tranquilidad.
Raúl y Sara, unidos por su secreto sobrenatural, se volvieron inseparables, mejores amigos. Sara regresó a sus estudios, y Raúl, finalmente libre de la brasa latente, se matriculó en la universidad para estudiar literatura, impulsado por el recuerdo de la poesía no publicada de Evelina.
A menudo, Raúl pensaba en su amor del más allá. Ya no sentía el dolor de su partida, sino el calor de su sacrificio. Evelina había cumplido su verdadero propósito: amar a Raúl lo suficiente como para dejarlo ir y devolverle la vida que le había sido arrebatada.
Raúl no había encontrado un "hogar" físico en la casa, pero había encontrado un propósito interno. Sabía que, aunque el destino los había unido de manera trágica, Evelina había querido que él viviera.
La risa dulce y fugaz que había llenado la habitación esa última vez ya no era una advertencia, sino una melodía que lo impulsaba hacia adelante.
Raúl nunca volvió a ver una manifestación, ni sintió el frío. Sin embargo, en las noches de mayor silencio, a veces sentía una paz reconfortante en su corazón y, en ocasiones, aún quería creer que era más un juego de su cabeza (aunque en el fondo sabía que no lo era) podía oler un leve aroma a jazmín. Y sabía que, en algún lugar de la eternidad, Evelina sonreía, feliz de que el hombre de sus sueños estuviera, finalmente, viviendo.