Nunca pensé que una cita a ciegas podría terminar en tragedia griega. Bueno, tal vez no una tragedia con muertos y sangre, pero sí con un ego destrozado y un vestido nuevo desperdiciado.
Ahí estaba yo, Ana, veintitantos y sumando fracasos amorosos como si fueran stickers de colección. Me senté en la mesa más visible del bar, porque ingenuamente pensé: “Cuando entre y me vea, se va a enamorar a primera vista.”
Spoiler: no entró nadie.
El mesero ya me había preguntado dos veces si quería pedir algo más que agua con gas. “Enseguida llega mi acompañante”, le respondí la primera vez con una sonrisa nerviosa. La segunda solo asentí, con la dignidad por el suelo.
Treinta minutos después, me resigné a pedir un cóctel. Total, si iba a ser plantada otra vez, al menos que fuera con alcohol en la mano. Y créanme, el alcohol tiene un talento especial para disfrazar la humillación con risas tontas.
El bar estaba lleno de parejas: risitas cómplices, miradas intensas, manos entrelazadas… y yo, la rara que hablaba con su copa como si fuera un confidente.
—Bueno, Margarita de fresa, parece que serás mi cita esta noche.
El barman me lanzó una mirada de lástima, lo que me obligó a pedir una segunda copa. Para cuando pedí la tercera, ya me había convencido de que la humanidad estaba sobrevalorada.
Me puse de pie tambaleándome un poco, lista para regresar a casa con la frente en alto y el hígado mareado. Entonces ocurrió: choqué con alguien en la salida.
—Lo siento mucho —dijo una voz masculina, cálida, con un acento que no identifiqué de inmediato—. ¿Podrías decirme cómo llegar a la avenida principal? Estoy un poco perdido.
Lo miré. Alto, cabello algo despeinado, camisa sencilla, sonrisa torcida encantadora. Claramente no era de aquí. Claramente tampoco tenía idea de que acababa de convertirse en la respuesta a todas mis plegarias sociales.
Porque ahí mismo, en mi cabeza etílica, nació el plan más brillante y estúpido de mi vida.
Saqué el celular con la destreza de una espía en misión secreta, y mientras él miraba distraído un cartel en la calle, clic. Foto tomada. Un ángulo perfecto: él serio, mirando lejos, yo sonriente, como si hubiéramos posado juntos de toda la vida.
—Gracias… eh, por la dirección —me dijo, aunque la verdad no estoy segura de que haya entendido bien lo que le expliqué. Mi voz estaba más enredada que mis pensamientos.
Lo vi alejarse y casi sentí un coro celestial. Ese desconocido acababa de ser ascendido oficialmente a “novio ficticio” sin enterarse.
Al día siguente abrí los ojos con la sensación de haber sido atropellada. La resaca no era tanto de alcohol, sino de vergüenza anticipada. Pero ya estaba hecho. Tenía la foto. Tenía la coartada. Tenía… bueno, nada real, pero suficiente para engañar a mis amigas.
Entré a la oficina intentando parecer sobria y productiva. Spoiler: fracasé. Margaret y Patries me estaban esperando con esa mirada de detectives aficionados que siempre presagia un interrogatorio.
—¡Anaaaa! —chilló Margaret apenas crucé la puerta—. ¡Cuenta todo!
—Sí, todo —agregó Patries, golpeando su escritorio con emoción—. ¿Cómo fue la cita?
Tragué saliva, sonreí con aires de diva y lancé la bomba.
—Fue mágica.
Los ojos de ambas se iluminaron como si hubiera confesado que había conocido a un príncipe millonario. Y bueno, en cierto modo, yo también estaba descubriendo mis dotes de guionista de telenovela.
—Mágica cómo —presionó Margaret—. ¿Dónde fueron? ¿Qué dijo?
En mi cabeza, mi yo racional me gritaba: ¡Para! ¡Cállate! ¡Detente mientras puedas! Pero no, mi boca ya estaba en modo narradora profesional.
—Bueno, primero… fuimos a un bar muy bonito, pedimos cócteles, hablamos de la vida… y, bueno, ya saben, hubo química. Esa cosa que no se explica.
Patries suspiró como si estuviera leyendo un romance de bolsillo. Yo, en cambio, sudaba frío.
—¡Lo quiero conocer! —gritó Margaret—. ¿Tienes foto?
Ahí estaba la pregunta del millón. Con la destreza de una actriz de método, saqué mi celular, abrí la galería y mostré la foto robada.
—Tadá.
El grito que dieron hizo girar cabezas en toda la oficina. “Es guapísimo”, “qué suerte tienes”, “se ve serio pero tierno”, bla bla bla. Yo solo asentía como una diosa misteriosa, aunque por dentro rogaba que el karma no me cobrara la factura demasiado pronto.
Y, claro, como no podía hacer de otra manera, el karma llegó temprano.
Esa misma mañana, el supervisor apareció con su típica cara de “hoy es lunes y quiero arruinarles la semana”. Dio un par de instrucciones aburridas y luego dijo:
—Ah, antes de que lo olvide, hoy se incorpora alguien nuevo al equipo de diseño.
Las chicas aplaudieron con entusiasmo. Yo apenas prestaba atención, ocupada en ensayar mentalmente cómo iba a sostener mi mentira si algún día me topaba otra vez con el desconocido.
—Les presento a… —continuó el supervisor, apartándose un poco—Daniel.
Levanté la vista.
Y casi me atraganto con mi propio aire.
Ahí estaba. El desconocido. El chico de la foto. El supuesto “novio mágico” que en realidad ni siquiera sabía mi nombre.
Con esa misma sonrisa torcida, asquerosamente encantadora, me saludó con un movimiento de cabeza.
En ese instante supe dos cosas:
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Editado: 19.09.2025