Respiraba tan hondo que parecía estar tomando un curso de natación. ¿Qué probabilidad había de tenerlo aquí, ¡de frente!? Miré hacia ambos lados, como intentando buscar alguna cámara escondida.
Las voces ahora estaban demasiado lejos como para escuchar algo; sin duda alguna, yo estaba al punto del colapso, y no metafóricamente.
Sudaba frío con cada paso hacia el frente de Daniel, y antes de siquiera dejarlo pronunciar una palabra, lo agarré del brazo, dejando a todos en aquella oficina paralizados.
—Debemos hablar —solté; intenté sonreír, pero era más bien una sonrisa forzada, casi histérica.
No volteé atrás, pero tenía la certeza de que las caras de mis compañeras eran un poema: Margaret, con sus cejas perfectamente delineadas y los labios habitualmente rojos entreabiertos; y Patries, mordisqueándose la uña del dedo meñique, con el otro dedo enroscado en sus cortos rizos, presenciaban por fin lo imposible: Ana, su Ana Grace, corriendo hacia un chico.
Daniel arqueó una ceja, evidentemente sorprendido, pero no opuso resistencia. Tampoco creo que pudiera, dado que la fuerza que ejercía en su muñeca lo estaba dejando seguramente sin circulación.
Lo arrastré hasta el pasillo donde el murmullo de la oficina no podía alcanzarnos; doblé hacia la esquina, hasta llegar a un pequeño almacén apenas para dos personas. No sabía cómo comenzar y, aunque quería iniciar con una disculpa, las palabras que salieron de mí fueron más acusatorias.
—¿Se puede saber qué haces aquí? —escupí en un susurro casi teatral.
Daniel parpadeó un par de veces, como si intentara ubicarme en algún recuerdo perdido en un cajón de su memoria. Luego su expresión cambió a una ligera diversión.
—¿Se puede saber por qué me secuestraste en lo que parece un cuarto de escobas? —preguntó, ladeando la cabeza.
Eché hacia atrás al darme cuenta de que estábamos tan cerca que su respiración chocaba con la mía; di tres pasos atrás y eso bastó para golpearme con la pared sólida, haciéndome chillar un poco.
—¿No me recuerdas? —dije, aún sobándome un poco la cabeza.
—¿Debería? —contestó, con calma.
Era fantástico: no solo estaba envuelta en un lío tremendo por aquella mentira, sino que, encima, este chico no me recordaba de nada.
—Yo sé que sonará un poco raro —carraspeé, intentando ordenar mis ideas y tragando mi propia vergüenza—, pero nos vimos anoche. Yo… te di la dirección hacia la salida del metro, frente al bar.
Daniel me observó en silencio unos segundos que parecieron eternos. Primero arqueó una ceja, después ladeó la cabeza, como intentando identificarme, y finalmente soltó:
—Ah, tú eres la chica de…
Su voz se volvió de repente un eco dentro de mi cabeza. Un camión de recuerdos me atropelló instantáneamente: luces de neón, un vaso a medio tomar y mi voz… mi voz hablando más de lo que recordaba hasta ese momento, y de repente todo fue claro.
—¿Sabías… que los peces… no tienen párpados? —me escuché decir, con la lengua enredada y los ojos brillando por culpa de esos dos malditos tragos de tequila.
Él me miraba con una mezcla de sorpresa y risa contenida.
—Interesante dato para una cita, ¿eh? —respondió en aquel recuerdo.
Yo, tambaleando en la entrada del bar, me aferraba a la acera como si fuera un bote salvavidas.
—Prometo que no estoy borracha… solo estoy… practicando para un papel en una telenovela —balbuceé en el recuerdo, con voz pastosa.
Regresé al presente de golpe, con Daniel aún frente a mí, observándome con esa sonrisa torcida. Sentí que la sangre me abandonaba el cuerpo.
—¡Oh, no…! —murmuré, llevándome las manos a la cara—. No dije nada de eso, ¿verdad?
Él se encogió de hombros, disfrutando cada segundo de mi agonía.
—Digamos que fue difícil reconocerte sin el cabello hacia adelante.
Suspiré, tragando aire, a ver si de esa manera —como si fuera un regalo de Dios— me alivianaba y terminaba con mi condena.
Pero, por fin, después de una larga pausa, lo solté: —Necesito algo de ti. Sé que será extraño, entenderé si no lo aceptas, puede que de hecho sea locura, pero estoy desesperada.
Daniel me miró con una sonrisa que gritaba peligro de punta a punta, y por un milisegundo creí que me dejaría ahí con lo poco que quedaba de mi orgullo hecho pedazos. En vez de eso, frunció el ceño como si evaluara una oferta tentadora.
—¿Qué clase de locura? —preguntó, con la voz suave, como quien pide a un mesero que le recomiende algo del menú.
Me lancé, atropellando cada una de mis palabras. —Anoche… te tomé una foto. No fue nada romántico ni planificado, estabas distraído pidiendo la dirección. Pero mis amigas vieron la foto y creen que somos novios. Si se enteran de la verdad… me mataría lo poco socialmente que me queda. ¿Me harías el favor de… fingir? Solo unas semanas, o unos días, una presentación; que te vean conmigo, después te prometo que termino con la farsa, pero por favor.
Silencio. Absoluto y total silencio. Si se me preguntara a lo largo de mi vida qué ocasión recordaría como la más vergonzosa, damas y caballeros, sin lugar a duda, esta llevaba la corona en la vida de Ana Grace.
Sus ojos se ampliaron un poco, y juraría que vi cómo se le escapaba una risa contenida. Intenté pensar en algo que aumentara la persuasión: miradas suplicantes, manos juntas, puro teatro. Todo eso y un par de lágrimas mentales.
—¿Fingir? —repitió—. ¿Yo, fingir ser tu novio para salvarte del… qué era?
—Ahogamiento social —solté con dramatismo.
—Sí, ahogamiento social —repitió, y continuó—. No es mucho pedir.
El alivio que sentí fue tan breve como sus palabras, mientras lo vi dar los mismos tres pasos hasta quedar justo enfrente de mí, sus dos brazos posados sobre la pared, por encima de mi cabeza, reduciendo todo el mundo a ese mínimo espacio.
—Solo unas horas, alguna foto más, nada serio. Te pago con cafés, con favores, con lo que quieras —supliqué, casi con los ojos cerrados.
#3468 en Novela romántica
#1185 en Otros
#424 en Humor
romance, romance amistad trabajo y divercion, bocetos y corazones
Editado: 24.09.2025