El sonido metálico del teclado era el único pulso que llenaba la oficina.
Estela llevaba más de tres años en esa empresa de diseño de interiores en Berlín, y aunque había aprendido a moverse entre planos, presupuestos y reuniones, aún sentía que algo en su vida ocurría detrás de un vidrio. Todo parecía nítido, pero distante.
El reloj digital marcaba las 10:47 a.m. cuando su teléfono comenzó a vibrar. Primero una vez, luego otra, insistente.
Frunció el ceño. “Mamá” parpadeaba en la pantalla.
No era habitual que su madre llamara a esa hora, menos un miércoles.
—¿Podemos revisar la propuesta antes del almuerzo? —le preguntó su compañera Lena desde el escritorio de al lado.
—Sí, claro —respondió Estela, aunque su atención ya estaba lejos.
Dejó el documento a medio corregir y, con un suspiro, tomó el teléfono.
El tono de su madre al otro lado fue lo primero que la inquietó: un temblor apenas perceptible, como si cada palabra se escapara con esfuerzo.
—Estela… no sé cómo decirte esto —empezó.
Hubo un silencio breve, y en ese hueco Estela sintió cómo el aire se espesaba.
—He decidido vender el hotel.
La frase cayó como un golpe seco.
Estela se quedó inmóvil.
El zumbido de las impresoras, el murmullo de las conversaciones en la oficina, todo se volvió un ruido distante.
—¿Qué dijiste, mamá? —preguntó finalmente, sin reconocer su propia voz.
—No puedo más, hija. Desde que tu padre murió, el hotel se volvió demasiado grande, demasiado vacío. No puedo mantenerlo sola. Ya vino un comprador a verlo la semana pasada.
Estela apoyó la frente en la palma de su mano. Le ardían los ojos.
El hotel... No era solo una construcción en Basilea; era la casa donde había aprendido a vivir.
Recordó las mañanas en las que su padre la despertaba antes del amanecer para preparar el desayuno de los huéspedes; el olor a café recién molido, la madera crujiente de las escaleras, las flores que su madre ponía en los pasillos.
Cada rincón guardaba un pedazo de su historia, de su infancia, de su familia.
—Mamá, no puedes venderlo —susurró—. Papá amaba ese lugar.
—Y por eso mismo debo dejarlo, Estela. Me duele verlo vacío. Me duele esperarlo cada tarde…
Las palabras de su madre se quebraron. Estela apretó los labios.
Quiso decir algo más, pero no encontró las palabras.
El reloj del escritorio marcó las 11:00. Tenía una reunión en cinco minutos. Su jefa la esperaba.
Durante un instante, intentó volver a concentrarse: los proyectos, los correos, los planos abiertos en la pantalla.
Pero nada de eso importaba.
Cerró la laptop.
Miró alrededor: las plantas artificiales en las esquinas, las paredes grises, las tazas de café desechables, las sonrisas automáticas.
¿Cuándo había empezado a vivir así, sin raíces?
Respiró hondo.
—Voy a casa, mamá —dijo, apenas en un hilo de voz.
—Estela, no hace falta…
—Sí, sí hace falta. No puedes venderlo sin mí.
Colgó.
El silencio que siguió fue distinto. Más pesado, pero también más claro.
Estela se levantó despacio. Su abrigo colgaba del respaldo de la silla, todavía húmedo del rocío de esa mañana. Lo tomó y caminó hacia la puerta del despacho de su jefa.
Cada paso le pareció definitivo.
Golpeó suavemente.
—¿Tiene un minuto? —preguntó, asomándose.
Su jefa levantó la vista del monitor.
—Claro, Estela, justo iba a pedirte el informe del cliente suizo.
Estela tragó saliva.
—No voy a poder terminarlo.
Hubo un silencio breve.
—¿Cómo dices?
—Tengo que irme. Mi madre... mi familia necesita que vuelva a Basilea.
Su jefa la observó unos segundos, sorprendida. Luego asintió, sin hacer demasiadas preguntas.
—Lo entiendo. A veces la vida cambia los planes.
Estela sonrió, apenas.
Salió del despacho con la sensación de que una puerta invisible se cerraba tras ella.
Cuando cruzó la entrada del edificio, el aire frío de octubre le golpeó el rostro.
El cielo sobre Berlín estaba gris, pero en ese gris había algo que la llamaba a moverse, a empezar de nuevo.
Caminó sin rumbo unos minutos, hasta que el ruido de los tranvías la devolvió al presente.
Sacó su teléfono y buscó los horarios de tren hacia Suiza.
Sus dedos temblaban, pero dentro de ella, por primera vez en mucho tiempo, algo se sentía en paz.
Se había prometido estabilidad, éxito, una vida sin sobresaltos. Pero la llamada de su madre había desarmado esa idea como un castillo de cartas. Vender el hotel. Las palabras seguían resonando en su cabeza, mezcladas con la voz de su padre en los recuerdos.
Esa noche, mientras guardaba su ropa en la maleta, sintió una mezcla extraña de alivio y vértigo. Basilea la esperaba —la ciudad de su infancia, de los inviernos junto al fuego, del olor a madera recién barnizada en el viejo hotel.
No sabía si estaba escapando o regresando. Solo sabía que, por primera vez en mucho tiempo, algo dentro de ella volvía a latir con fuerza.
Al cerrar la puerta detrás de sí, Estela no miró hacia atrás.
El tren llegó a Basilea al mediodía, envuelto en una luz dorada que hacía brillar los tejados y el río como si el otoño hubiera querido darle la bienvenida.
Estela bajó con la maleta en una mano y el abrigo en la otra, respirando el aire familiar con una punzada de nostalgia. Diez años habían pasado, y aun así, todo olía igual: pan recién horneado, café, y ese leve perfume a madera húmeda que solo la ciudad tenía después de la lluvia.
Su madre la esperaba en la salida de la estación, con la misma elegancia práctica de siempre: bufanda gris, cabello recogido, gesto contenido.
—Pensé que vendrías la próxima semana —dijo su madre, rompiendo el silencio.
—No podía esperar más —respondió Anna—. Quería verlo con mis propios ojos.
El trayecto en coche hasta el hotel fue corto, pero cada esquina traía un recuerdo: el parque donde aprendió a andar en bicicleta, la panadería donde su padre compraba pasteles los domingos, el puente donde una vez juró que jamás se iría de esa ciudad.