La mañana siguiente amaneció con una neblina suave que cubría la ciudad como un velo. Estela se levantó temprano, incapaz de dormir más. El silencio del hotel era diferente al de cualquier otro lugar: un silencio lleno de recuerdos.
Caminó por el pasillo principal, descalza, dejando que el frío del suelo le recordara que estaba allí, realmente de vuelta. Las paredes estaban cubiertas de polvo, pero aún podía ver, entre los cuadros torcidos, las marcas del tiempo: una mancha de vino en la alfombra del comedor, el leve arañazo en la puerta que su padre nunca quiso arreglar porque “le daba carácter al lugar”.
Abrió las ventanas del vestíbulo y un rayo de luz se coló entre las cortinas. Por un instante, el aire pareció cambiar: el polvo danzó, el olor a madera y lavanda se mezcló con el viento fresco, y Estela creyó escuchar risas que venían de alguna parte.
Fue directo al pequeño mostrador de recepción. Pasó los dedos por el viejo libro de registro, cubierto por una fina capa de polvo.
Zimmer 12 – Familia Bäumer, verano del 2012.
Zimmer 3 – Señora Keller, huésped habitual.
Nombres, fechas, vidas que habían pasado por allí.
Sonrió, con un nudo en la garganta.
Su madre apareció detrás de ella, sosteniendo dos tazas de café.
—No entiendo cómo puedes seguir viendo belleza en todo esto —murmuró, dejando una taza sobre el mostrador.
Estela bebió un sorbo y, sin apartar la mirada del libro, respondió:
—Porque la hay. Solo está escondida.
Más tarde, recorrió las habitaciones una a una, tomando notas en una libreta: pintura descascarada, cortinas rotas, una lámpara que aún funcionaba. Se detuvo frente a la habitación 8: la suya. Aún estaba igual. En la mesilla, el marco vacío donde alguna vez estuvo una foto con su padre.
Esa tarde, mientras escribía una lista interminable de reparaciones, Estela comprendió que el hotel era como ella: descuidado, cansado, pero aún con vida.
Y aunque el camino sería largo, por primera vez en años sentía que pertenecía a algún lugar.
Se dirigieron hacia la cocina, donde la luz de la tarde entraba por la ventana, dibujando rectángulos cálidos sobre la mesa de madera. Prepararon café como lo hacían cuando Estela era niña, con el aroma amargo mezclándose con la dulzura de los recuerdos.
Sentadas frente a frente, empezaron a hablar de cosas pequeñas primero: la vecina que seguía regando sus plantas, los perros del barrio, las cartas que aún llegaban de algunos huéspedes antiguos.
Pero lentamente, la conversación derivó hacia lo profundo: la soledad, la falta de su padre, y los miedos de enfrentar un futuro sin él.
—Recuerdo cuando papá te enseñó a preparar el desayuno para los huéspedes —dijo la madre con una sonrisa melancólica—. Siempre decía que la primera impresión lo era todo, pero creo que él quería enseñarte algo más: que cuidar a los demás también nos cuidaba a nosotros mismos.
Estela dejó escapar un suspiro, tocando la taza caliente entre sus manos.
—Lo recuerdo —dijo—. Y quiero que el hotel siga siendo eso. No puedo dejar que se venda, mamá. No puedo.
Su madre la observó durante un largo momento. Luego, lentamente, asintió.
—Está bien —dijo con voz suave—. No lo haremos sin ti, lo arreglaras, pero no prometo nada aún.
El silencio que siguió no era incómodo. Era un silencio lleno de comprensión, de promesas tácitas y de un amor que no se había perdido a pesar del tiempo y la distancia.
Estela se levantó y caminó hacia el vestíbulo, donde el sol de la tarde iluminaba una vieja foto de su padre detrás del mostrador.
La tomó entre sus manos y la sostuvo con cuidado, como si tocarla pudiera traerlo de vuelta.
—Te prometo que cuidaremos esto —susurró, más a él que a cualquiera—. No dejaremos que se pierda.
Su madre se acercó y colocó una mano sobre la de Estela.
—Sabía que podía confiar en ti —dijo—. Siempre supe que volverías.
El reloj antiguo del vestíbulo dio las seis en punto, y el sonido resonó con un peso distinto, más esperanzador.
Por primera vez en mucho tiempo, el hotel volvió a sentir un latido.