El silencio del hotel esa mañana era distinto, casi reverente.
Estela recorría los pasillos, tocando con delicadeza los marcos de los cuadros, las cortinas corridas, los pomos de las puertas. Cada habitación tenía un aroma tenue a madera y a recuerdos antiguos, y en cada esquina parecía escuchar un eco de risas pasadas.
Se detuvo frente a la habitación 204, la que siempre había sido la favorita de su padre para hospedar a familias con niños.
Sacó una libreta del bolsillo y leyó algunas anotaciones que él había dejado: recordatorios sobre reservas, mensajes de bienvenida, pequeñas notas sobre clientes frecuentes. Cada palabra la transportaba a tardes llenas de movimiento y calidez.
—Tenemos que hacer que vuelva a ser lo que era —susurró para sí misma, apretando la libreta contra el pecho.
Estela fue al vestíbulo, revisando la lista interminable de arreglos, cuando escuchó el crujido de la puerta principal.
Giró la cabeza, esperando ver a su madre, pero en su lugar apareció un hombre alto, con una carpeta bajo el brazo y el cabello despeinado por el viento.
—¿Señora Meier? —preguntó, buscando a alguien con la mirada.
Estela se limpió las manos en el delantal y se acercó.
—Mi madre está en el jardín —respondió—. ¿Puedo ayudarle?
El hombre sonrió, y algo en esa sonrisa le resultó inquietantemente familiar.
—Soy Luan Keller. Me enviaron del ayuntamiento para evaluar las condiciones del edificio… aunque creo que ya lo conozco.
El nombre encendió una chispa en su memoria.
Keller. Claro. El pequeño Luan, aquel niño inquieto que siempre corría por los pasillos con una cámara de juguete colgada al cuello.
Lo había olvidado, o tal vez había preferido hacerlo, como se olvidan las cosas que duelen demasiado recordar.
—Luan… —susurró ella, sorprendida—. Tú solías venir con tus padres todos los veranos.
—Y tú eras la hija del dueño que nunca quería dejarme ganar al ajedrez —respondió él con una risa suave.
Estela también sonrió, aunque algo en su pecho se apretó. El tiempo había hecho su trabajo: el niño travieso ahora era un hombre con mirada serena y manos firmes, acostumbradas a crear, no solo a imaginar.
—Así que ahora eres diseñador —dijo, intentando sonar casual.
—Arquitecto de interiores, para ser exactos. Y si me dejas ayudarte, creo que puedo hacer que este lugar vuelva a respirar.
Hubo un silencio breve, lleno de recuerdos que ninguno de los dos se atrevió a nombrar.
Estela bajó la mirada, pero en sus labios asomaba una sonrisa que no había sentido en mucho tiempo.
—De acuerdo, arquitecto. Pero que conste que sigo sin dejarte ganar al ajedrez.
Luan soltó una carcajada.
—Eso tendremos que resolverlo, entonces.
Y en ese intercambio sencillo, entre polvo, luz y memorias, algo invisible empezó a moverse.
Como si el hotel, testigo silencioso de todo, hubiera reconicido también la posibilidad de volver a enamorarse.
—Me alegra que hayas vuelto —dijo—. Este lugar… necesita cuidado, pero tiene historia. Mucha historia.
Luan dejó caer la maleta junto al mostrador y sacó un cuaderno de bocetos:
—. He trabajado en restauración de edificios antiguos y creo que podríamos hacer algo bonito aquí, algo que respete lo que el hotel siempre ha sido.
Estela lo miró, entre sorprendida y cautelosa. No era fácil confiar en alguien con planes de remodelación, pero algo en la forma en que hablaba, con respeto y entusiasmo por la historia del hotel, le dio una sensación de seguridad.
—Podría funcionar —dijo finalmente, una mezcla de esperanza y determinación en su voz—. Pero necesitamos cuidar cada detalle. Esto es más que un edificio; es… es nuestra memoria.
Luan asintió, comprendiendo de inmediato.
—Lo sé —dijo con suavidad—. Y quiero que sea exactamente así.
Durante unos minutos, se quedaron en silencio, observando el vestíbulo iluminado por la luz de la tarde, imaginando cómo podría renacer.
Había algo en la presencia de Luan que hacía que Estela se sintiera menos sola en su misión, y por primera vez desde que regresó, el peso de la responsabilidad parecía un poco más ligero.
—Entonces, ¿empezamos? —preguntó él, con un brillo en los ojos que mezclaba ilusión y respeto.
Estela sonrió, sintiendo un cosquilleo de emoción que no había sentido en meses.
—Sí —respondió—. Empezamos.
El reloj del vestíbulo dio las siete, y el eco se mezcló con los murmullos del viento fuera del hotel.
Por primera vez, la idea de revivir el lugar parecía no solo posible, sino inevitable.
Y mientras los últimos rayos del sol caían sobre la fachada antigua, Estela comprendió que aquel encuentro no era casualidad: el hotel, su historia, y ahora Luan, todo convergía para abrir un nuevo capítulo en su vida.