La mañana comenzó con olor a pintura fresca y café recién hecho.
Estela había insistido en empezar temprano, decidida a “poner manos a la obra”.
Luan, más prudente, observaba desde el vestíbulo, con los planos extendidos sobre una mesa improvisada.
—Antes de pintar, deberíamos revisar la humedad de las paredes —le advirtió.
—He visto suficientes tutoriales —respondió ella, con una brocha en la mano y una sonrisa confiada—. No puede ser tan difícil.
Diez minutos después, Luan contenía la risa mientras observaba la escena: Estela cubierta de manchas de pintura azul, una gota deslizándose por su mejilla, y una huella perfecta de su mano en la pared equivocada.
Es cierto que es Estela era una diseñadora, pero la verdad es que nunca tuvo la oportunidad de demostrar su talento así que sabía solo lo teorico y no lo práctico.
—¿Te ayudo? —preguntó, con una sonrisa apenas contenida.
—No. Lo tengo bajo control —dijo ella, aunque la brocha ya se le había caído al suelo.
Luan se acercó, recogió la herramienta y, sin decir nada, empezó a pintar junto a ella.
El silencio que se instaló entre los dos no era incómodo. Era suave, lleno de ese tipo de calma que solo surge cuando dos personas están empezando a encontrarse.
—No estás tan mal —bromeó él al cabo de un rato—. Solo estás usando el color equivocado.
—¿Qué? —Estela lo miró horrorizada.
—Tranquila, es broma —rió él—. Pero tal vez deberías dejarme las líneas rectas.
Ella le lanzó una mirada fingidamente ofendida, y por primera vez desde que había llegado a Basilea, soltó una carcajada sincera.
Más tarde, mientras repasaban los planos sobre la barra del antiguo restaurante, Estela lo observó con curiosidad. Luan hablaba de texturas, luz, equilibrio… y lo hacía con esa pasión tranquila que solo tienen quienes aman su trabajo.
De repente, se dio cuenta de que lo escuchaba sonreír, y no solo con los labios, sino con los ojos.
—¿Siempre fuiste tan detallista? —preguntó ella, interrumpiéndolo.
Luan levantó la vista, divertido.
—¿Eso es un cumplido o una advertencia?
—Depende —respondió Estela—. Si vas a criticar todas mis líneas torcidas, entonces una advertencia.
Él rió.
—Tranquila, Estela. Las líneas torcidas también pueden tener encanto.
Ella bajó la mirada, pero su corazón dio un pequeño salto.
El hotel, poco a poco, empezaba a transformarse.
Y, sin darse cuenta, ellos también.