La lluvia llegó sin aviso.
Golpeaba las ventanas del hotel con una cadencia suave, como si el cielo también recordara algo. Estela y Luan habían pasado toda la mañana ordenando el desván, buscando muebles que pudieran restaurar.
El aire olía a polvo, madera y recuerdos.
Estela estornudó tres veces seguidas, provocando la risa de Luan.
—Te dije que abriéramos la ventana —dijo él, alcanzándole un pañuelo.
—Y dejar que se mojen todos los muebles antiguos, claro —replicó ella con sarcasmo.
Entre risas, continuaron removiendo cajas. La mayoría contenía cosas sin valor: manteles, tazas rotas, viejos folletos del hotel. Pero en una de ellas, cubierta por una manta gris, Estela encontró algo diferente.
Era una caja de madera con el logotipo del Hotel Edelweiss grabado a mano. La abrió con cuidado. Dentro, había fotografías amarillentas, recortes de periódico, cartas.
En una de las fotos, un grupo de niños sonreía frente al hotel. Entre ellos, una niña de trenzas rubias y un chico moreno con una cámara colgada al cuello.
Estela se quedó inmóvil.
—Mira esto… —susurró, entregándole la foto a Luan.
Él la tomó entre los dedos, y por un instante pareció perder la voz.
—Esa cámara… era mía —dijo al fin, sonriendo con cierta nostalgia—. Mi padre me la regaló el verano antes de que… dejáramos de venir.
Estela lo miró con curiosidad.
—¿Por qué dejaron de hacerlo?
Luan guardó silencio un momento.
—Mi madre enfermó, y luego… las cosas cambiaron. Pero este lugar siempre fue especial para mí. Aquí aprendí que los lugares pueden tener alma.
Estela volvió la vista a la fotografía.
Su padre aparecía detrás de ellos, joven y sonriente, con la mano sobre su hombro. Sintió un nudo en la garganta.
—Mi papá creía que el hotel podía ser un hogar para todos. No solo un negocio.
Luan la observó, y por primera vez, no hubo broma ni sonrisa, solo una comprensión silenciosa.
—Y tú estás haciendo exactamente eso, Estela —dijo con voz suave—. Lo estás trayendo de vuelta.
Ella intentó sonreír, pero la emoción le ganó.
Luan se acercó sin decir palabra y, con cuidado, limpió con el pulgar una mancha de polvo en su mejilla.
El gesto fue tan sencillo como inesperado, y el silencio que siguió pareció envolverlo todo.
Por un momento, solo se escuchó la lluvia, cayendo constante sobre el techo.
Estela se dio cuenta de que algo había cambiado. No era solo el hotel lo que estaba despertando, sino algo dentro de ella.
—Gracias, Luan —susurró, sin atreverse a mirarlo directamente.
—Por ahora —respondió él, sonriendo de nuevo—. Aún queda mucho por hacer.
Y mientras volvían a ordenar las cajas, sin saberlo, habían abierto otra más profunda: la de los recuerdos, los sentimientos y los comienzos.
No era fácil hablar del pasado pero Luan provocaba que Estela no solo se sintiera cómoda hablando de aquello si no que podía sincesarse con alguien que comprendía exactamente lo que representaba ese lugar.