La guerra estaba declarada. Durante las dos semanas siguientes, la sala de proyectos se convirtió en un campo de batalla silencioso dividido por una línea invisible. El lado de Elisa era un santuario de orden: pilas de documentos simétricas, muestras de materiales etiquetadas y horarios de trabajo meticulosamente cumplidos. El lado de Dax parecía la guarida de un artista obsesivo: bocetos desbordando las mesas, maquetas de espuma cortada toscamente y, siempre, esa taza de café semi-vacía como centinela del caos.
Evitaban interactuar al máximo. Las comunicaciones se realizaban a través de sus equipos o con breves y fríos correos electrónicos. Sin embargo, Elisa no podía evitar ser consciente de él. Lo escuchaba reírse con su equipo, un sonido grave y genuino que contrastaba con la seriedad del lugar. A veces, captaba su perfume a trementina y café en el pasillo, y su pulso se aceleraba de forma irracional, una reacción que atribuía al puro fastidio.
El punto de inflexión llegó un jueves por la noche. El plazo de entrega para la primera ronda de revisiones se acercaba y Elisa trabajaba sola, iluminada solo por la lámpara de su escritorio. Estaba revisando por décima vez los cálculos de carga estructural cuando un ruido sordo y un susurro ahogado procedieron del lado de Dax.
Suspiró, exasperada. ¿No se irá nunca a su casa? Decidió ignorarlo, pero el sonido persistió: un forcejeo débil y jadeante. La curiosidad, mezclada con un resto de profesionalismo, pudo más que ella.
Se levantó y caminó hacia su lado del espacio. Lo encontró arrodillado en el suelo, rodeado de recortes de cartón y alambre. Intentaba, con torpeza evidente, construir una maqueta básica. Tenía los dedos manchados de pegamento y una larga y fina cortadura sangraba en su nudillo.
"Necesitas cortar el cartón en ángulo de 45 grados si quieres que se sostenga", dijo Elisa, antes de poder contenerse.
Dax se giró, sobresaltado. Sus ojos verdes, ahora sin la capa de arrogancia, parecían cansados y frustrados. "Yo manejo las ideas, no el cartón", admitió con un deje de irritación. "Mis manos no están hechas para esta minuciosidad."
Ella observó sus manos. Eran grandes, con cicatrices diminutas y nudillos callosos. Eran manos que sí sabían trabajar, pero con herramientas más grandes, con materiales más nobles. No con la delicadeza que requería una maqueta.
Sin pensarlo, Elisa se acercó, tomó la regla y el cúter de la mesa y, con movimientos precisos y económicos, midió y cortó una nueva pieza de cartón. En segundos, había ensamblado la estructura básica que a él le estaba costando una hora.
"La minuciosidad es lo que sostiene la gran idea, Wilder. Sin ella, todo se cae." Le tendió la pieza perfectamente cortada.
Dax la miró a ella, luego a la pieza. Su expresión de frustración se suavizó en una de genuina curiosidad. "Eres increíblemente buena en esto."
Era un cumplido simple, directo, sin rastro de sarcasmo. Tomó a Elisa por sorpresa. "Es mi trabajo."
"El mío es soñar despierto", dijo él, cogiendo la pieza que ella le ofrecía. Sus dedos rozaron los de ella por una fracción de segundo. Fue un contacto breve, impersonal, pero Elisa sintió una descarga de calor que le recorrió el brazo. Retrocedió un paso.
"Deberías vendar ese corte", murmuró, señalando su mano. "El cartón está sucio."
Él sonrió, una sonrisa diferente, más auténtica que desafiaba. "¿Te preocupa mi bienestar, Mora?"
"Me preocupa la productividad del proyecto", replicó ella, volviendo rápidamente a su lado de la sala. "Un líder incapacitado retrasa los plazos."
Se sentó en su silla, pero ya no podía concentrarse en los números. El eco de su voz, el recuerdo de sus dedos tocando los suyos y la imagen de su vulnerabilidad momentánea giraban en su mente. Él no era solo arrogancia y caos. Había una brecha en su armadura, una admisión de debilidad que lo hacía... humano.
Minutos después, escuchó que se acercaba. Dax se detuvo en el límite de su territorio, sosteniendo un pequeño y torpe modelo de cartón de lo que parecía ser la base retorcida de su edificio.
"Toma", dijo, dejándolo en el borde de su mesa. "Una muestra de mi... 'arte egocéntrica'. Para que recuerdes por qué estás luchando."
Antes de que ella pudiera responder, se había ido.
Elisa miró el pequeño y desastroso objeto. Era imperfecto, tosco y completamente inútil. Pero lo había hecho para ella. O, al menos, para provocarla. Y sin embargo, en su torpeza, había algo terriblemente genuino.
Lo cogió y, por primera vez, una sonrisa pequeña e involuntaria asomó a sus labios. La guerra continuaba, pero las líneas de batalla acababan de volverse peligrosamente borrosas.
Editado: 19.11.2025