El puente que habían construido entre ellos no era solo metafórico. En el silencio cargado de la madrugada, ese puente exigía ser cruzado. El lápiz de Dax cayó al suelo con un clic sordo, pero ninguno de los dos hizo el menor ademán de recogerlo. La distancia entre sus labios se medía ya en centímetros, en el mismo aire compartido, en el latido que resonaba en el pequeño espacio entre sus pechos.
Fue Elisa quien, impulsada por un valor que no sabía tener, cerró los últimos milímetros.
El beso no fue torpe, sino una colisión perfecta de electricidad contenida y café compartido. Sabía a futuro, a ideas locas hechas realidad, a la promesa de esa sonrisa que por fin podía saborear. Dax respondió con una mano en su nuca, suavemente, anclándola en ese instante que parecía detener el tiempo.
Fue en el clímax de ese beso, cuando Dax, en un arrebato de pasión torpe y genuina, decidió apoyar su peso en el borde de la mesa de dibujo de Elisa para estar más cerca.
Un crujido siniestro, como el suspiro de un gigante de madera aglomerada, cortó la música no escrita de la habitación.
—¡Ah! —exclamó Dax, más por sorpresa que por dolor, mientras el mundo se le iba de debajo.
La mesa, fiel compañera de incontables madrugadas de trabajo, cedió. No fue una ruptura dramática, sino un colapso lento y vergonzoso. Una pata se desprendió con dignidad, seguida del tablero, que se inclinó como el Titanic, enviando planos, rotuladores, la taza vacía y dos teléfonos a un viaje sin retorno hacia el suelo.
Elisa soltó un grito ahogado y dio un salto atrás. Dax, atrapado en el epicentro del desastre, intentó mantener el equilibrio, pero un pie se le enredó en el cable de una lámpara y cayó de lado con un golpe sordo y nada elegante.
—¡Dax! —gritó Elisa, arrodillándose a su lado. La euforia del beso fue instantáneamente reemplazada por el pánico.
—Estoy bien, estoy bien —mintió él, con la voz entrecortada. Pero cuando intentó incorporarse, un dolor agudo en el costado le arrancó un jadeo. —Bueno, quizás no tan bien.
El momento era tan ridículamente opuesto a la poesía de minutos antes que Elisa, entre la preocupación, sintió una risa nerviosa burbujeando en su garganta. Lo contuvo. No era el momento.
—No te muevas —ordenó, con una voz que intentaba ser firme pero le temblaba. Con manos que también temblaban, buscó su teléfono entre los escombros de papel y madera y marcó el número de emergencias.
—Ambulancia, por favor —dijo, sintiéndose como en una mala telenovela—. Mi… colega… se ha caído. La mesa se rompió.
Dax, tumbado entre los restos de su orgullo y un boceto de cerámica hexagonal arrugado, cerró los ojos. —"El lenguaje de la luz y el hormigón", y lo que nos une es un mueble de IKEA —musitó para sus adentros.
En el hospital, todo fueron luces fluorescentes y olores antisépticos. El diagnóstico: una costilla fisurada y un esguince de tobillo. Nada grave, pero lo suficientemente incómodo como para requerir reposo y analgésicos.
Elisa no se separó de su lado. Le sostuvo la mano mientras le ponían el yeso, le llenó los papeles y le consiguió una botella de agua. La complicidad del estudio había mutado en una intimidad acelerada y algo surrealista.
—¿Crees que podremos deducir la mesa de gastos del proyecto? —bromeó Dax, pálido pero con una chispa de su antiguo humor en los ojos.
—Cállate y toma tu agua —respondió Elisa, sonriendo a pesar de todo.
Fue al salir del hospital, con la primera luz del amanecer bañando la ciudad, cuando ocurrió. Mientras ayudaba a Dax a bajar los escalones de la entrada, él tropezó levemente. Elisa, para sostenerlo, se giró bruscamente y su propia cabeza golpeó con fuerza contra el marco de la puerta.
El golpe fue seco y contundente. Un estallido de estrellas blancas frente a sus ojos.
—¡Elisa! —la voz de Dax sonó lejana.
Cuando el mundo dejó de dar vueltas, ella parpadeó. El dolor era un tambor en su sien.
—Estoy bien —dijo, desorientada. Miró a Dax, que la sostenía con expresión de terror. Luego miró a su alrededor, confundida—. Perdona, ¿dónde… estamos? ¿Y tú quién eres?
Dax se quedó petrificado. —Muy gracioso. No es momento para bromas.
—No es una broma —dijo Elisa, frunciendo el ceño. Se llevó la mano a la frente y palpó un pequeño bulto—. ¿Me he golpeado? ¿Quién eres? Pareces… amable. Y tienes un yeso.
La sonrisa de Dax se congeló y se desvaneció. El médico, tras una evaluación rápida, lo confirmó: amnesia post-traumática temporal y selectiva. “Puede durar horas, días… es impredecible. Lo más probable es que la memoria regrese de forma gradual”.
Dax asintió, con el corazón hecho trizas.
Al día siguiente, Dax, cojeando heroicamente, apareció en la puerta del apartamento de Elisa con croissants y los planos del pabellón.
—Hola —dijo ella, abriendo la puerta con cautela. Llevaba un albornoz y tenía el pelo revuelto. La miraba con una curiosidad absoluta, sin un atisbo de reconocimiento—. ¿Eres el de ayer? El del yeso.
—Sí —suspiró Dax, forzando una sonrisa—. Soy el del yeso. Y soy Dax. Tu… arquitecto. Estamos trabajando juntos en un proyecto.
—Ah —dijo Elisa, abriendo la puerta para que pasara—. Suena emocionante.
Dax desplegó los planos sobre la mesa de la cocina (una robusta de roble, esta vez). Señaló los módulos hexagonales.
—Mira, esta es nuestra idea. Un panal de cerámica. La estructura es la piel.
Elisa observó los dibujos, y sus ojos se iluminaron con el mismo asombro, la misma chispa de genio que él había visto la primera vez.
—Es precioso —murmuró—. Y muy inteligente el anclaje superior con la guía para la expansión térmica.
Dax contuvo la respiración. —¿Te acuerdas?
Ella lo miró, desconcertada. —¿Recordar? No… lo deduzco. Es lo lógico, ¿no?
Dax se desplomó en una silla. No recordaba su momento, pero su mente, su esencia, seguía ahí. Era como si el universo le estuviera gastando la broma más cruel y hermosa a la vez. Cada día tendría que reconquistarla. Cada día sería el primer día. Pero, tal vez, también cada día redescubriría por qué se había enamorado de ella en primer lugar.
Editado: 20.11.2025