La rutina se instaló con la absurda puntualidad de un reloj roto. Cada mañana, Dax, con su yeso ya decorado con garabatos de Elisa de días anteriores (que ella, por supuesto, no recordaba haber hecho), llamaba a la puerta de su apartamento. Cada mañana, Elisa abría la puerta con una sonrisa educada y vacía.
—Hola. Eres… Dax, ¿verdad? El arquitecto.
—El mismo—respondía él, entregándole un café—. Hoy toca repasar los cálculos de carga estructural.
Era agotador y surrealista. Pero en medio de la frustración, Dax había encontrado un consuelo perverso: ver la mente brillante de Elisa redescubrir su propio trabajo era como presenciar un milagro en bucle.
Fue en uno de esos días, mientras Elisa examinaba un detalle de unión con una concentración adorable, cuando la puerta se abrió de par en par sin previo aviso.
—¡¡SANTIAGO, MI HÉROE CAÍDO EN DESGRACIA!! —tronó una voz que pareja salida de un megáfono.
En el marco de la puerta apareció Leo. Era la personificación de un arcoíris hiperactivo: llevaba una camisa hawaiana, shorts de color neón y una sonrisa de oreja a oreja que prometía (y entregaba) problemas. Era el amigo de la facultad, el gurú de los malos consejos y el alma de las fiestas que siempre terminaban con alguien llamando a la policía.
Dax cerró los ojos, suplicando paciencia. —Leo, ¿qué haces aquí?
—¿Qué hago?¡He venido a rescatar tu vida amorosa! He oído el rumor más triste del mundo: que tienes que seducir a tu novia desde cero cada mañana. Es como la película de Adam Sandler, pero más deprimente y con más hormigón.
Elisa, desde la mesa, miraba la escena con perplejidad. —¿Novia? —preguntó, inocente.
Leo se acercó a ella con la solemnidad de un embajador. —Señorita ingeniera. Soy Leo, el arquitrae de las citas, el Frank Gehry del flirteo. He venido a ayudar a mi amigo, que es un genio del espacio pero un desastre para llenar el suyo propio.
Dax se frotó la sien. —Leo, por favor, no...
—¡Silencio!—Leo sacó de la mochila un bloc de notas y un rotulador. —Vamos a analizar la situación. Estrategia actual: "El Colega Aburrido". Puntos a favor: es seguro. En contra: es aburridísimo. ¿Quieres que te vea como al contable de la obra? No.
—Funciona —mintió Dax—. Estamos trabajando.
—¡Estás construyendo un pabellón,no un bunker anti-amor! —exclamó Leo. Luego se giró hacia Elisa—. Disculpe, señorita. ¿Qué le parece mi amigo? Sea honesta.
Elisa observó a Dax, evaluándolo como si fuera un espécimen nuevo. —Es… persistente. Trae buen café. Y sus dibujos son bonitos.
—¡Ves! ¡Bonitos! Eres el hombre de los dibujos bonitos. —Leo escribió algo en su bloc—. Necesitamos un golpe de efecto. Algo que despierte memorias ancestrales. ¡Ah! ¡La comida! El camino al corazón de una mujer con amnesia pasa por el estómago. ¿Qué le gusta?
Dax lo pensó. En su primera cena, Elisa había devorado unos tacos al pastor con devoción casi religiosa. —Tacos al pastor.
—¡Perfecto! —gritó Leo—. No le traigas flores. Tráele un taco. O mejor, ¡tráele diez!
Y así, veinte minutos después, la mesa de trabajo (una nueva, mucho más robusta) estaba cubierta no de planos, sino de tacos envueltos en papel de aluminio. El aroma a cilantro, cebolla y carne especiada llenaba el aire.
—Es… inusual —comentó Elisa, con una sonrisa tímida pero genuina.
—Es una ofrenda —declaró Leo, sirviendo salsa verde en uno—. Para apaciguar a los dioses del olvido. Ahora, Dax, haz lo que haría cualquier macho alfa de la era prehispánica: ofrécele el mejor taco.
Dax, muerto de vergüenza pero desesperado, tomó un taco especialmente jugoso y se lo acercó a Elisa. —Para la dama —dijo, con una voz que pretendía ser galante pero que sonó estrangulada.
Elisa rió, un sonido claro y alegre que a Dax le dio una punzada de nostalgia. Alargó la mano para tomarlo, pero en el traspaso, el papel de aluminio cedió. Un trozo de carne adobada, cebolla y piña cayó en picado y aterrizó con un splat perfecto en el centro del yeso inmaculado de Dax, justo al lado de un delicado dibujo de un módulo hexagonal.
Hubo un silencio.
Leo miró el desastre. —Simbólico. Llevas tu amor en la pierna. Literalmente.
Elisa, en lugar de asustarse o disculparse, se llevó una mano a la boca para contener una risa que se transformó en carcajada. Una risa contagiosa, de esas que doblan el cuerpo y nublan los ojos. Dax, al verla, primero sintió indignación, pero luego, la absurdidad total de la situación lo venció. Empezó a reír también, a carcajadas, mientras señalaba el taco mancillando su yeso.
—¡Es la ofrenda que ha sido rechazada por los dioses! —gritaba Leo, riendo sin aliento.
Entre risas, Elisa buscó un pañuelo de papel. —Lo siento, lo siento —decía, sin poder dejar de reír—. Aquí, deja que lo limpie.
Se acercó a él y, con una delicadeza que contrastaba con sus sacudidas de risa, empezó a limpiar la salsa del yeso. Sus dedos, limpiando meticulosamente la grasa, rozaban su piel. De pronto, su risa se apagó. Parpadeó, mirando fijamente el yeso, su mano deteniéndose sobre un garabato concreto: un pequeño puente que ella había dibujado dos días antes.
—Puentes verticales —murmuró, sin darse cuenta de que lo decía en voz alta.
Dax contuvo la respiración. Leo se calló al instante, como un cazador que ve acercarse a la presa.
Ella alzó la mirada hacia Dax. No era la mirada vacía de la mañana. Había un asomo de confusión, un destello de algo familiar y cálido detrás de la niebla.
—Eso… lo dije yo, ¿verdad? —preguntó, su voz era un hilo de duda.
—Sí —susurró Dax, sin atreverse a moverse—. Lo dijiste tú.
Elisa miró el taco, a Leo, y luego de nuevo a Dax. Una sonrisa pequeña, diferente, jugueteaba en sus labios.
—Es una estrategia muy extraña para impresionar a una cliente —dijo.
—Es la única que tengo —confesó él.
Ella asintió lentamente, y por primera vez en días, su mirada no se desvió de la de él. La niebla no se había despejado, pero por un instante, una grieta dejó pasar un haz de luz familiar.
Editado: 20.11.2025