La nueva rutina se instaló en la vida de Dax con la dulzura de un milagro. Las mañanas empezaban con café y una historia, los días con planos que ahora Elisa revisaba con una curiosidad genuina, y las tardes a veces terminaban con una caminata o, para terror de Dax, otra visita furtiva al bar de karaoke, donde ya era recibido con aplausos de burla cariñosa.
Fue en una de esas tardes, mientras paseaban por el mercado al aire libre, que el nuevo personaje hizo su entrada. Se llamaba Sergio, un escultor amigo de la infancia de Elisa con quien sus padres, en un intento desesperado por "reiniciar" su vida, la habían puesto en contacto. Sergio era todo lo que Dax no era: expansivo, seguro hasta la arrogancia, y llevaba un bronceado perpetuo que hablaba de viajes y jornadas al aire libre.
—¡Elisa! ¡Aquí, belleza! —la voz de Sergio retumbó entre los puestos. Se acercó y la envolvió en un abrazo que levantó a Elisa del suelo—. Tus padres me contaron lo de tu... percance. Pero vaya, ¡sigues siendo la misma!
Elisa se rió, una risa un poco forzada, y se liberó suavemente del abrazo. —Sergio, qué sorpresa. Te presento a Dax, mi... colega.
Sergio le lanzó a Dax una mirada rápida, de esas que evalúan y archivan en la categoría de "poca amenaza". —Ah, el arquitecto. Claro. Elisa y yo somos viejos amigos. De los de verdad, de los que compartían arena en el columpio.
Dax sintió que una mano de hielo le agarraba el estómago. "Colega" frente a "viejo amigo". Era un combate desigual.
—Sergio ha venido expresamente a invitarme a los carnavales de Santa María —explicó Elisa, dirigiendo la mirada hacia Dax como buscando su reacción—. Dice que el desfile este año es espectacular.
—¡Y más con la compañía adecuada! —añadió Sergio, poniendo un brazo casual sobre los hombros de Elisa—. Es justo lo que necesitas, Eli. Fiesta, color, olvidarte de números y planos. Lo recuerdo todo, hasta aquel disfraz de mariposa que llevaste a los siete años.
El golpe fue bajo y preciso. Sergio tenía los recuerdos que Dax estaba reconstruyendo con tanto esfuerzo. Dax solo podo ofrecer un futuro incierto; Sergio ofrecía un pasado intacto y colorido.
La noche antes del carnaval, la tensión en el apartamento de Dax era palpable. Hasta Copo parecía nervioso, moviéndose de un lado a otro de su percha.
—¿Vas a dejar que se la lleve ese... ese facha solar? —preguntó Leo, indignado, mientras ayudaba a Dax a elegir un disfraz (un desastre entre un conquistador y un pingüino).
—No puedo impedírselo, Leo. Él es un amigo de la infancia. Yo soy... el tipo con el que se quedó atrapada en un ascensor —respondió Dax, con amargura.
—¡Eres el amor de su vida, idiota! Aunque ella no lo sepa. Tienes que hacer algo memorable. Algo que eclipse al señor Escultura.
Fue entonces cuando a Dax se le ocurrió una idea. No era buena, pero era la única que tenía.
Al día siguiente, la ciudad de Santa María era un caos de color y música. Dax, siguiendo el rastro de fotos que Elisa le iba mandando (en todas las cuales Sergio aparecía sonriente y en primer plano), finalmente los localizó cerca de la plaza principal. Elisa llevaba una máscara sencilla, pero Sergio iba disfrazado de dios romano, lo cual, Dax tuvo que admitir, le quedaba exasperantemente bien.
Justo cuando se acercaba, sonó su teléfono. Era Elisa. La vio apartarse un poco del bullicio, llevándose el móvil al oído. Sergio, a su lado, le señalaba algo en el desfile.
Dax contestó, escondiéndose detrás de un grupo de gente disfrazada de esqueleto.
—¿Dax? Oye, ¿dónde estás? —preguntó Elisa, su voz casi ahogada por la batucada—. Aquí es una locura, pero es divertido.
—Me alegra —dijo Dax, intentando que su voz sonara normal—. Yo... estoy en el otro extremo de la ciudad. Revisando unos documentos en la oficina. Aburridísimo.
Mintió. No sabía por qué, pero en un arrebato de inseguridad, pensó que parecería más interesante y misterioso si no parecía desesperado por seguirla.
—¿En la oficia? —Elisa frunció el ceño—. Qué raro, acabo de ver a alguien con un disfraz horrible de... no sé qué, pero que se te parecía mucho.
Dax se encogió. Su disfraz de pingüino/conquistador era, efectivamente, horrible y reconocible.
—Debe ser un doble —improvisó—. Hay muchos hombres con mala suerte para los disfraces.
—Claro —dijo ella, pero su tono era de duda. En ese momento, Sergio la llamó—. Dax, tengo que colgar. Sergio quiere que veamos los fuegos artificiales desde la colina. Dicen que es la mejor vista.
—¡Espera! Elisa, yo... —Pero la llamada se cortó.
Dax maldijo su suerte y su estúpida mentira. La vio alejarse del brazo de Sergio, sintiendo que su oportunidad se esfumaba entre el confeti.
Horas después, ya en la ciudad y con el corazón hecho trizas, Dax llamó a su puerta. No esperaba que estuviera, pero para su sorpresa, Elisa abrió. Llevaba puesta la misma máscara del carnaval, pero colgada del cuello. Su expresión era inescrutable.
—¿En la oficina? —preguntó, cruzando los brazos.
Dax suspiró, derrotado. —No. Estaba allí. Te seguí como un poseso. Te vi con él.
—¿Y por qué mentiste?
—Porque... —Dax buscó las palabras, mirando a Copo como si el loro pudiera ayudarle—. Porque él puede ofrecerte recuerdos. Yo solo puedo ofrecerte un futuro que aún estamos construyendo. Y hoy, eso me pareció muy poca cosa.
Elisa lo observó por un largo momento, y entonces, una sonrisa lenta y comprensiva se dibujó en sus labios.
—Sergio es divertido. Y es cierto, recuerda mi infancia. Pero —dijo, acercándose un paso—, no me hizo reír con un helado empalagoso. No cantó tan mal que hiciera que me doliera el estómago de la risa. Y no me mira como tú me miras.
Dax contuvo la respiración.
—¿Y cómo te miro?
—Como si fuera el plano más importante que has dibujado en tu vida —respondió ella, suavemente.
Desde su jaula, Copo, quizás sintiendo el momento, emitió un graznido oportuno.
Editado: 20.11.2025