Una noche, después de salir de la universidad, me dirigí a la estación de autobuses
donde siempre espero el transporte. Aquella noche ocurrió algo inusual. Un chico alto,
de unos 186 cm, trigueño, con ojos marrón oscuro, pecas y cabello rizado negro, se
Se acercó a mí. Llevaba un suéter blanco con rayas negras, pantalón baggy negro y unos
tenis. Parecía querer preguntarme algo, pero yo, acostumbrada a estar alerta por si acaso
—vivimos en Latinoamérica, después de todo—, me puse en guardia.
Finalmente, él se animó a hablar: —¿Estás esperando el transporte?
Asentí con la cabeza, sin decir palabra. Él no se alejó demasiado, como si quisiera
hacerme compañía, lo que, en lugar de tranquilizarme, me puso aún más incómoda.
Afortunadamente, en ese momento vi que el autobús se acercaba y me dispuse a subir
con normalidad.
Al día siguiente, después de salir de clase, volví a la estación y, para mi sorpresa, el
chico también estaba allí. Esta vez traía una mochila, lo que me hizo pensar que tal vez
también había salido de la universidad. Me saludó, y, aunque dudé, le devolví el saludo.
Nos quedamos a unos cuatro centímetros de distancia, cada uno en su propio espacio,
esperando el transporte. No me dirigió la palabra, y yo tampoco.
La tercera noche, la historia se repitió, pero esta vez él decidió hablar: —¿Tienes clases
todos los días?
Lo miré un poco desconfiada antes de responder: —Sí, tengo clases todos los días.
En mi cabeza pensaba: "¿Por qué debería decirle eso a un extraño?"
Él sonrió y comentó: —Yo también. Así que será usual vernos aquí.
Lo dijo con una sonrisa tan relajada que no pude evitar pensar: "O sea, chico, ¿por qué
sonríes? Ni que esto fuera una cita nocturna, por Dios."
El cuarto día, él se veía cansado, pero yo no dije nada porque, después de todo, no
somos cercanos. El quinto día, yo no fui, ya que no tenía clases. El sexto día transcurrió
normal para mí, ya que él no estaba.
El lunes volvimos a encontrarnos y, para mi sorpresa, él me sonrió como si fuéramos
amigos de toda la vida, algo que no entendí en absoluto.
—¿Descansaste el fin de semana? —preguntó con naturalidad, como si hablar conmigo
fuera parte de su rutina.
Me tomó un momento responder. No estaba acostumbrada a este tipo de interacción con
extraños.
—Sí... supongo —contesté de manera cortante.
Él asintió, sin perder la sonrisa, y desvió la mirada hacia la calle. Por alguna razón, su
actitud relajada comenzaba a despertar mi curiosidad.
Esa noche, el transporte tardó más de lo habitual. La estación se fue quedando vacía
poco a poco, hasta que solo quedábamos él y yo. No pude evitar fijarme en que se
frotaba los ojos y suspiraba de vez en cuando. Finalmente, decidió romper el silencio.
—Mi nombre es Daniel, por cierto. Creo que, si nos veremos aquí tan seguido, al menos
deberíamos presentarnos, ¿no crees?
No esperaba que dijera su nombre primero. Dudé por un segundo, pero finalmente
respondí:
—Es normal encontrarse seguido con una persona si tienen horarios parecidos, no es
necesario saberse los nombres.
—Un placer —dijo con una sonrisa genuina, sin insistir en que le dijera mi nombre.
El autobús llegó en ese momento, interrumpiendo la conversación. Subí al transporte y
salude algunos conocidos y luego me dispuse a sentarme al mirar por la ventana note
que él se quedó en la estación esperando el transporte de su ruta.