La semana pasó sin que nada realmente cambiara. Cada noche, él aparecía en la estación, y yo hacía lo mismo: me mantenía a una distancia prudente, casi invisible para él. Cada saludo era breve, un gesto casi mecánico. Yo solo lo veía de reojo, esperando el momento en que el autobús llegara y me librara de esa extraña rutina.
Pero algo extraño empezó a suceder. No era que me sintiera cómoda con él, ni mucho menos, pero ya no me sentía tan molesta por su presencia. Al principio había sido como una sombra incómoda, pero ahora se estaba convirtiendo en parte del paisaje, casi tan natural como el mismo tráfico.
Una noche, después de que el autobús se retrasó aún más de lo normal, la estación se fue vaciando lentamente. A pesar de mi intento de distraerme mirando mi teléfono, podía sentir su mirada fija en mí. No sé si me acostumbré a su presencia o si simplemente ya no me molestaba tanto. Cuando vi que sus ojos seguían fijos en mí, no me sentí tan incómoda como antes, pero igualmente evité mirarlo directamente. Sin embargo, él pareció no notar mi incomodidad.
—¿Ya te has acostumbrado a los retrasos? —me preguntó, como si estuviéramos hablando del clima y no de la situación incómoda que a veces compartíamos.
Lo miré de reojo, dudando un momento antes de responder.
—No. Odio esperar. —Mi tono fue más brusco de lo que planeaba, pero me sentía irritada por la espera, por el silencio pesado entre nosotros, por cómo las cosas se volvían rutinarias sin que yo pudiera controlarlo.
Él no pareció afectarse. Simplemente sonrió, como si fuera un pequeño chiste entre nosotros.
—A mí me pasa lo mismo. Aunque, algunas veces, la espera da tiempo para pensar. —Y añadió en tono más relajado—: Aunque no soy de los que se quedan esperando sin hacer nada.
Fruncí el ceño, no del todo segura de lo que quería decir. ¿Qué pretendía, ser misterioso? ¿O es que realmente quería compartir algo de sí mismo?
—¿Y qué haces mientras esperas? —pregunté sin mucho interés, más por cortesía que por curiosidad genuina.
Él se encogió de hombros, como si la respuesta fuera evidente.
—Lo de siempre. Pienso, a veces miro mi teléfono o simplemente dejo que el tiempo pase. —Hizo una pausa, como si pensara que sus palabras no tenían mucha relevancia. Luego, sonrió con una expresión tranquila—. Aunque si alguna vez quieres compartir ese tiempo de espera, siempre estoy aquí.
Las palabras cayeron como una sentencia de perdón, como si estuviera invitándome a ser parte de esa rutina silenciosa. Me miró con algo que podría haber sido simpatía, o tal vez sólo era su forma de ser, algo que no podía entender. Yo sólo lo miré, buscando alguna pista en su rostro, pero lo único que vi fue una expresión tranquila, incluso amistosa.
—No es necesario —respondí rápidamente, antes de que mi mente empezara a procesar demasiado lo que estaba pasando.
El autobús finalmente apareció, y me apresuré a subir, como siempre lo hacía, sin mirar atrás. Pero antes de que las puertas se cerraran, me dio una sonrisa fugaz, un gesto tan casual y genuino que me hizo sentir un pequeño giro en el estómago, algo que no esperaba.
Era raro, porque mientras más tiempo pasaba, más me sentía como si él estuviera ganando terreno, a pesar de mis esfuerzos por mantener mi distancia.
No estaba segura de qué pensar de eso.