Hana Yoo
Nunca pensé que un día normal en el campus pudiera convertirse en una pesadilla emocional.
Pero claro… con mi vida últimamente, todo es posible.
Hoy se celebraba el Festival Universitario de Clubes. Un mar de globos, música, puestos de comida y gente entusiasmada por todas partes.
Y yo solo estaba allí porque Yuri insistió en que necesitaba “aire”.
Mentira.
Necesitaba terapia emocional, no aire.
Frente al puesto del club de teatro
Joon —sí ese Joon— me hizo señas desde lejos.
—¡Hana! ¡Ven rápido!
Corrí hacia él, esquivando estudiantes.
—¿Qué pasa?
—Necesitamos ayuda —dijo, sosteniendo un montón de carteles—. Se cayeron todos y la coordinadora está a punto de explotar. ¿Puedes ayudarnos a colocarlos?
—¿Ahora?
—Por favor —dijo, con una sonrisa tan desesperada que tuve que aceptar.
Suspiré.
—Está bien. ¿Dónde van?
—En la entrada del stand. Gracias, de verdad.
No era gran cosa. Solo ayudar unos minutos.
Hasta que escuché una voz detrás de mí.
—¿Y ustedes dos qué hacen?
Se me congeló la sangre.
Me giré.
Minho.
Con los brazos cruzados, el ceño fruncido y una mirada que podría haber incendiado media facultad.
—Minho… —dije— ¿Qué haces aquí?
—Vine a buscarte —respondió sin quitar la mirada de Joon—. Pero parece que tienes compañía.
Joon sonrió, inocente.
—Ah, Kang Minho. Nos volvemos a encontrar.
—Así es —respondió Minho, con un tono peligrosamente suave.
Yo tragué saliva.
Joon no entendió la tensión, así que siguió hablando felizmente.
—Le pedí a Hana que me ayudara un momento. Es solo un trabajo rápido.
Minho entrecerró los ojos.
—Ajá.
—¿Ajá qué? —pregunté, cruzándome de brazos.
—Nada —dijo él, mirando a otro lado—. Solo observo… cosas.
—Qué específico —repliqué.
—No puedo evitar notar que estás muy… disponible para ayudar a ciertas personas.
Abrí los ojos, ofendida.
—¿Disculpa?
—Nada, olvídalo.
Joon nos miró incómodo.
—Puedo… puedo ir acomodando esto yo solo, ¿sí? Creo que me metí en algo ajeno.
Se escapó antes de que pudiera decir algo.
Genial.
Ahora estábamos solos.
Y el ambiente estaba ardiendo.
Minho avanzó un paso hacia mí.
—¿Por qué estás ayudándole? —preguntó.
—¿Qué clase de pregunta es esa? —respondí—. Porque me lo pidió. ¿Qué pasa?
—Solo me parece curioso —dijo— que tengas tanto tiempo para él.
—Minho. Hemos hablado de esto.
—No lo suficiente, al parecer.
—No tienes derecho a ponerte celoso —solté sin pensarlo.
Su expresión se endureció.
—¿Crees que estoy celoso?
—Lo estás.
—No. Solo estoy… preocupado.
—¿Preocupado de qué? ¿De que hable con alguien más?
Él apretó la mandíbula.
—No es eso.
—Entonces, ¿qué es?
—…No lo sé.
Y ahí estaba otra vez.
Ese muro.
Esa indecisión que me atravesaba como una aguja.
—Siempre dices eso, Minho —susurré—. “No lo sé”.
Él levantó la mirada hacia mí, dolido.
Pero yo ya estaba hirviendo por dentro.
—Quieres que te espere —continué—, pero no me dices qué sientes. Te acercas y luego te alejas. Me buscas y luego te cierras. Y yo… yo no sé dónde estoy parada contigo.
Él frunció el ceño.
—No te estoy pidiendo que me esperes.
—¡Pues así lo siento!
Las palabras me salieron más fuertes de lo que planeé.
La gente alrededor empezó a mirar.
Minho respiró hondo.
—Hana…
—¿Qué quieres de mí? —pregunté, casi en un susurro—. Dímelo. Solo eso.
Él abrió la boca para responder.
Pero nada salió.
Nada.
Ese silencio me atravesó como un cuchillo.
Y entendí, de la forma más dolorosa, que no estaba listo.
O que no quería decirlo.
Y yo ya no podía seguir adivinando.
Caminé hacia atrás, temblando.
—No puedo… —susurré— No puedo seguir con este “casi”.
Él me miró como si acabara de romper algo frágil.
—Hana—
—Cuando lo sepas —dije, tragando lágrimas—. Cuando realmente lo sepas… entonces hablamos.
Y lo dejé ahí.
Parado entre globos y luces de colores.
Mirándome irme como si el mundo se cayera debajo de sus pies.
Y sí.
A mí también me dolió.
Mucho.
Kang Minho
Si alguien me hubiera golpeado, habría dolido menos.
Porque verla caminar lejos sin mirar atrás… fue un golpe que no supe bloquear.
Yo solo quería entender.
Entender lo que me pasaba cuando ella reía con otros, cuando la tocaban, cuando la miraban con ojos que yo nunca había tenido el valor de usar.
Pero no sabía cómo decirlo.
Cómo admitirlo.
Cómo ser vulnerable sin miedo.
Yuri apareció detrás de mí.
Y yo, que rara vez me siento pequeño, me sentí minúsculo.
—Eres un idiota —dijo ella sin rodeos.
—Lo sé.
—Un idiota grande.
—También lo sé.
—¿Por qué dejaste que se fuera así?
—Porque… —mi voz falló—. Porque no pude decir lo que ella quería escuchar.
—¿Y qué quería escuchar?
—La verdad.
Yuri cruzó los brazos.
—Entonces dila.
—No puedo.
—¿Por qué no?
Miré al suelo.
Sentí la garganta cerrarse.
—Porque nunca… nunca he querido a nadie —admití—. Nunca he sentido esto. Y tengo miedo de hacerlo mal. De lastimarla. De no ser suficiente. De no saber cómo se supone que funcione.
Yuri parpadeó sorprendida.
Luego suspiró.
—Minho… ella no te está pidiendo perfección. Solo honestidad.
—No sé cómo hacerlo.
—Pues aprende —dijo ella—. Porque si no lo haces, la vas a perder.
Y ese pensamiento me atravesó como una bala.
Porque la idea de perderla…
Era insoportable.
Levanté la cabeza.
—¿Dónde está?