Odiaba los conciertos. Esa era la verdad. Y, sin embargo, ahí estaba yo, frente al espejo, intentando convencerme de que los jeans ajustados y la blusa blanca no me hacían ver como una prisionera de la moda. Mi amiga saltaba en mi cama como si el mundo se acabara esa noche, gritando que me apurara.
—Vamos, Lu, que no te invito todos los días a algo así —dijo, mientras se aplicaba glitter en los párpados.
—Sí, claro. Qué suerte la mía —bufé, repasando con rímel mis pestañas con la misma pasión con la que uno firma un contrato sin leer las letras pequeñas.
No me malinterpretes: no es que odiara salir. Solo no entendía pagar para gritarle a un grupo de tipos que ni saben de tu existencia. Pero mi amiga insistió tanto que terminé cediendo, aunque fuera para no escucharla quejarse una semana entera.
Cuando llegamos al estadio, me arrepentí de inmediato. Era como entrar a una jaula de leones humanos: gritos, empujones, olores mezclados de palomitas, cerveza y perfume barato. Chicas disfrazadas con glitter, chicos con pancartas ridículas y un montón de celulares levantados como si el cielo se fuera a caer.
—¡Esto es increíble! —chilló mi amiga, con los ojos brillando.
Yo casi pierdo un tímpano con el grito. —Sí, increíble… si quieres quedarte sorda antes de los treinta.
Me encogí de hombros, dispuesta a soportar la noche con ayuda de un vaso de ron que compramos en la entrada. Cada sorbo era una anestesia contra la histeria colectiva. Y, lo admito, empezaba a sentirme más ligera de lo habitual. Más… indiferente.
Fue entonces cuando lo vi. No lo reconocí, claro. Para mí era solo un tipo guapo, con esa confianza insoportable de los que saben que llaman la atención. Tenía el celular en alto y miles de ojos puestos en él, como si fuera el mismísimo sol.
—Aquí estoy, gente —decía, hablando a la cámara—. ¿Qué quieren que haga?
Me giré hacia mi amiga, rodando los ojos. —¿Quién demonios habla con su celular en medio de este caos?
La respuesta fue inmediata: un rugido de voces coreando “¡Beso, beso, beso!” y un torrente de comentarios que aparecían en su pantalla. Yo no entendía nada, seguía riéndome con mi amiga, probablemente con los labios manchados de ron.
Y de repente, giró la cabeza hacia mí.
Lo siguiente ocurrió en un parpadeo. Ese desconocido cerró la distancia y me besó. Justo ahí, frente a miles de personas que chillaban como si acabaran de presenciar un milagro.
El mundo entero pareció detenerse. Sentí el calor de sus labios, el sabor a cerveza mezclándose con mi ron, el shock eléctrico que me recorrió la piel sin aviso. Y, al mismo tiempo, la confusión de mi propia cabeza nublada por el alcohol.
Tardé en reaccionar, demasiado. Lo empujé con torpeza respirando agitada, el corazón golpeándome las costillas como si quisiera escapar.
—¿Qué… qué demonios? —murmuré, aunque mi voz se perdió entre los gritos ensordecedores.
La única salida lógica fue huir. Así que lo hice. Di media vuelta y me abrí paso entre la multitud, arrastrando a mi amiga detrás de mí. No miré atrás, no quise. Ni un segundo más en medio de esas luces ni de esos ojos clavados en mí.
Sentí la adrenalina arder bajo mi piel mientras buscaba aire fuera del estadio.
—¡Lu! —jadeó mi amiga, todavía riéndose—. ¿Te das cuenta de lo que hiciste?
—Sí —solté, con la voz temblorosa entre enojo y nervios—. Un idiota me beso frente a medio mundo. Y necesito olvidar esto ya.
Pero era imposible. No importaba cuánto intentara sacudírmelo de encima, el recuerdo del beso me perseguía, clavado en mi boca, en mi pecho, en esa parte de mí que odiaba admitirlo.
A la mañana siguiente entendí la magnitud del desastre. Abrí los ojos con la cabeza pesada y el celular vibrando como si estuviera poseído. Decenas, cientos de notificaciones. Y todas mostraban lo mismo: el video.
Yo.
Él.
El beso.
Desde todos los ángulos posibles, editado, repetido y viralizado. No podía escapar de la pantalla. Ni de los gritos del público que todavía resonaban en mi memoria.
Cerré los ojos, apretando la almohada contra la cara, deseando que fuera solo una pesadilla. Pero no lo era.
Cuando mi amiga me miró horas después, con una mezcla de culpa y emoción mal disimulada, lo dijo sin rodeos:
—Lu… el tipo con el que te besaste no es cualquiera. Es Mateo. Sí ese Mateo. Millonario, famoso el chico que no puede mover un dedo sin que lo graben.
Me quedé helada. Las palabras se quedaron flotando en el aire mientras mi estómago se retorcía. No era un desconocido. No era un simple error de borrachera.
Y lo supe en ese instante: ese beso iba a perseguirme.
Porque a veces un momento ridículo basta para torcer tu vida entera.