Nunca en mi vida me había sentido tan atrapada por una multitud.
Los pasos que daba parecían hundirse en un mar de gente que no me dejaba escapar. El aire olía a café recién molido, a pan dulce salido del horno y a humo de autos que se mezclaba con las risas de los transeúntes. La calle estaba viva, vibrante, llena de música que salía de las cafeterías y de conversaciones en cada esquina. Y ahí, en medio de todo eso, estaba él.
Mateo.
El mismo de la pantalla, el que miles siguen, el que millones desean. El mismo que, por algún error del destino, había estampado sus labios sobre los míos frente a miles de ojos curiosos.
La multitud que nos rodeaba no hacía más que apretar el nudo en mi estómago. Teléfonos levantados, flashes repentinos, gritos que se mezclaban entre sí: “¡Son ellos!” “¡El beso viral!” “¡Mira, mira, es la chica!”
No podía respirar. Mis manos sudaban, mi corazón latía como si quisiera salirse de mi pecho.
Él, en cambio, parecía cómodo. Demasiado cómodo. Sus ojos oscuros me seguían con un brillo burlón, como si estuviera disfrutando del espectáculo, como si las cámaras no le pesaran, como si este fuera su escenario natural.
—Parece que el universo quiere que nos veamos de nuevo —dijo con esa voz grave y descarada que sonaba igual de provocadora que en sus entrevistas.
Lo fulminé con la mirada, aunque mi voz me temblaba.
—Esto no tiene nada que ver con el universo. Solo estoy tratando de caminar por la calle.
Él se inclinó un poco hacia mí, como si quisiera que solo yo escuchara, aunque sabía que todos podían leerle los labios.
—Y aun así, terminas justo frente a mí. Interesante.
El bullicio alrededor aumentaba, las personas sacaban fotos, los meseros de los cafés cercanos se asomaban por las ventanas, incluso una pareja que pasaba con un perro se detuvo a grabar. Sentía la piel enrojecida, quemándome bajo las miradas.
No aguanté más.
Me abrí paso entre la multitud y corrí hacia la primera puerta que encontré: una cafetería pequeña, acogedora, con mesas de madera y lámparas de luz cálida colgando del techo. El aroma del café recién molido me golpeó de inmediato, fuerte y familiar, como un refugio improvisado.
—Un capuchino, por favor —balbuceé al barista, solo para disimular que había entrado corriendo.
Pero antes de poder recuperar el aliento, lo sentí. Su presencia.
Mateo entró tras de mí como si el lugar le perteneciera. Varias personas levantaron la vista de sus laptops y conversaciones; una chica dejó caer la cuchara en su café al reconocerlo.
—Un espresso doble —pidió él con naturalidad, y luego, sin pedir permiso, se sentó en la mesa frente a mí.
Lo miré, incrédula.
—¿Qué estás haciendo?
Él se encogió de hombros, relajado, como si no hubiera un enjambre de teléfonos afuera esperando otro beso viral.
—¿Qué parece? Estoy tomando café contigo.
—Yo no te invité.
—Yo tampoco te invité a besarme en el concierto, pero no me quejé.
Sentí la sangre subir de golpe a mis mejillas.
—¡Eso fue un reto ridículo! ¡Estaba medio… medio tomada!
Él ladeó la cabeza, estudiándome con ese aire de calma peligrosa que me sacaba de quicio.
—Lo noté. Sabías a alcohol. Pero aun así, me besaste.
Abrí la boca para replicar, pero justo en ese momento, la mesera se acercó sonriente.
—Aquí tienen, la mesa romántica junto a la ventana. —Colocó las tazas frente a nosotros con una sonrisa cómplice.
—¿Qué? —me escandalicé.
Mateo simplemente rió.
—Gracias, es perfecta.
Yo quería hundirme en el suelo.
El café humeaba frente a mí, pero apenas podía probarlo. No podía apartar la vista de él, aunque quería. Era un imán. Sus tatuajes se asomaban bajo la manga corta de su camiseta negra, y su sonrisa torcida era como un arma diseñada para ponerme nerviosa.
—No entiendo qué buscas —murmuré finalmente.
Él apoyó los codos en la mesa y entrelazó las manos.
—No busco nada. Solo me divierte ver cómo te pones nerviosa.
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Mateo
No sabía qué esperaba encontrar al verla de nuevo, pero ciertamente no era esto.
Ella no era glamorosa. No llevaba ropa de diseñador ni maquillaje impecable. Tenía el cabello un poco despeinado por la carrera, las mejillas encendidas y las manos apretadas contra la taza como si el calor pudiera protegerla de mí.
Era… real.
Y eso me desconcertaba más que cualquier cosa.
La mayoría de las mujeres que me rodean saben exactamente cómo posar, cómo hablarme, cómo fingir interés. Ella, en cambio, parecía odiar cada segundo que pasaba conmigo, y paradójicamente, eso la hacía más interesante.
Tomé un sorbo de mi espresso, sin apartar los ojos de ella.
—Eres diferente —dije al fin.
Levantó la vista, confundida.
—¿Diferente de qué?
—De todas.
Se rió con incredulidad, como si pensara que era un truco barato. Quizás lo era. Pero también era verdad.
—No tienes idea de quién soy, ni te interesa. Por eso me intrigas.
Ella negó con la cabeza y recogió su bolso.
—Me intrigas… —repitió con sarcasmo—. Seguro le dices lo mismo a todas.
Quise responder, pero no me dio la oportunidad.
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Lucía
Me levanté de golpe, con el corazón desbocado.
No podía seguir ahí. No podía seguir mirándolo, escuchando su voz, dejándome arrastrar por esa especie de magnetismo absurdo que me hacía olvidar lo obvio: que no pertenecía a su mundo.
Empujé la puerta del café y salí de inmediato.
El aire fresco me golpeó la cara, mezclado con el ruido de la ciudad. La multitud se había dispersado un poco, aunque algunos curiosos todavía se quedaban husmeando con sus celulares listos. Me puse los audífonos aunque no estuviera escuchando música, solo para sentir que podía aislarme.
Mis pasos eran rápidos, casi torpes. Necesitaba poner distancia. Necesitaba olvidar el calor de sus ojos sobre mí, la manera en que parecía verme de una forma que nadie más había hecho antes.