El día comenzó con una sensación que no podía sacudirme de encima: la certeza de que todos me habían visto.
Incluso antes de abrir los ojos, sabía que el video del beso estaba en cada pantalla, en cada grupo de chat, en cada comentario de redes sociales. Me incorporé lentamente, con la cabeza doliéndome un poco y el corazón latiendo demasiado rápido, aunque no había razón física para ello. La razón estaba ahí afuera, en algún lugar de la ciudad, y llevaba un nombre: Mateo.
Me vestí rápido, tratando de que la ropa me hiciera sentir invisible. Jeans simples, camiseta negra y una chaqueta ligera que podía usar para cubrirme si la multitud reconocía mi rostro. Aun así, cuando llegué al campus, supe que no habría escapatoria.
El bullicio me recibió como un golpe: estudiantes caminando de un lado a otro, risas, teléfonos levantados, murmullos constantes. Algunos volteaban a mirarme, otros me señalaban discretamente. Y no era difícil adivinar por qué. Una chica en el grupo de amigas de la cafetería enseñaba la pantalla del celular con la foto del beso viral.
—¿Eres tú? —preguntó una voz detrás de mí.
Me giré, apretando los labios.
—Sí, pero no tengo intención de hablar del tema.
Mis amigas rodearon mi camino, risas contenidas y comentarios que me hicieron desear desaparecer:
—¡No puedo creerlo! ¡Mateo te besó!
—¡Mira, aquí estás en todas las redes!
—¡Es tu momento de fama!
No pude evitar un gruñido.
—No quiero fama —les dije—. Solo quiero ir a clase.
Pero hasta eso parecía imposible. Los murmullos continuaban a mi alrededor, y mi paso se aceleraba. La universidad, que siempre había sido un refugio de rutina, ahora se sentía como una jaula.
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Mientras yo luchaba por mantener la calma, Mateo estaba cerca.
Desde la distancia, lo vi caminar con una facilidad que me irritó instantáneamente. Su postura relajada, la camiseta ajustada, los tatuajes insinuados por las mangas cortas… todo parecía hecho para llamar la atención. Observaba el campus como si fuera suyo, como si pudiera ver cada movimiento de los estudiantes y predecirlo antes de que sucediera.
Se detuvo un momento, cruzando los brazos y apoyando la espalda contra la pared de un edificio, observándome. Cada gesto mío parecía capturar su interés. Y, de algún modo, me daba miedo admitir que eso también me afectaba: la forma en que sus ojos se encontraban con los míos, con esa mezcla de diversión y atención que no podía ignorar.
Decidí no mirarlo. Quería que desapareciera de mi mente. Pero era imposible. Cada vez que levantaba la vista, lo encontraba allí, siempre un paso atrás, siempre observándome sin esfuerzo.
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Salí de la clase con la mochila colgando floja del hombro, intentando no tropezar con mi propio nerviosismo. Y entonces pasó: choque accidental. Literalmente.
—¡Oh, lo siento! —dije, sin levantar la vista.
—No pasa nada —respondió una voz familiar.
Al levantar la mirada, me encontré con él. Mateo. Justo frente a mí. La multitud que pasaba no parecía importar; era como si todo lo demás se desvaneciera, y solo quedáramos nosotros.
—¿Otra vez tú? —pregunté, con una mezcla de incredulidad y sarcasmo.
Él sonrió, ladeando la cabeza.
—Parece que el universo insiste en mantenernos cerca.
—No es el universo. Es la casualidad. —Intenté sonreír, pero mi voz temblaba más de lo que quería admitir.
—Llamémoslo destino —dijo él—. Aunque, siendo honestos, lo que yo llamo destino siempre termina siendo bastante entretenido.
Mis mejillas se encendieron, y apreté los labios. La calle estaba llena de estudiantes que me miraban, algunos con celulares en mano, pero no podía apartar la vista de él. Sentí que la sangre subía a mi cabeza, mezclando vergüenza y algo mucho más confuso: curiosidad.
—¿Por qué sigues aquí? —pregunté finalmente, tratando de sonar firme.
—Para asegurarme de que sigas respirando —respondió con una naturalidad que me hizo querer patearlo y abrazarlo al mismo tiempo.
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Decidí escapar de nuevo. Giré en la esquina buscando un lugar más privado y encontré la cafetería del campus. Me refugié dentro, respirando profundo, tratando de recuperar el control. El aroma a café recién molido, mezclado con pan horneado y chocolate, era casi terapéutico.
Para mi sorpresa, Mateo entró detrás de mí, como si tuviera permiso implícito para hacerlo. La cafetería, normalmente tranquila, se llenó de miradas curiosas. Los estudiantes lo reconocieron al instante y bajaron los ojos rápidamente, murmurando entre sí.
—Parece que no podemos escapar el uno del otro —murmuró Mateo mientras tomaba asiento en una mesa frente a mí, sin que yo pudiera protestar.
—Yo no quiero hablar contigo —dije, aunque el sonido de mi propia voz sonaba débil.
—No quiero que hables —respondió, apoyando los codos en la mesa—. Solo quiero verte.
El calor subió de nuevo a mis mejillas. Cada palabra suya tenía una extraña mezcla de provocación y sinceridad que me desconcertaba.
—No entiendo por qué me haces esto —musité—. No soy parte de tu mundo.
—Eso me intriga —contestó con una sonrisa—. Justo eso es lo que hace que quieras huir y que al mismo tiempo no puedas.
La mesera, al vernos, nos colocó frente a la ventana una mesa que parecía demasiado romántica para la situación. Yo fruncí el ceño y él simplemente rió, como si todo fuera parte de un juego que solo él conocía.
Tomé un sorbo de mi café, pero no pude concentrarme en nada más que en él. Sus ojos oscuros me estudiaban, su sonrisa torcida se mantenía tranquila, y había algo en su postura que me decía que no se iría.
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Mateo, por su parte, disfrutaba la escena. Observaba cada gesto de Lucía: cómo sus manos temblaban levemente, cómo evitaba mirarlo directamente, cómo cada palabra suya estaba teñida de sarcasmo para ocultar la verdad de sus sentimientos.
Era fascinante.