Sentía el murmullo de la gente como un enjambre que no me dejaba respirar. Las voces se mezclaban con el sonido del tráfico y el olor a café recién molido que salía de las terrazas de la calle. No podía creer que otra vez estuviera atrapada en medio de cámaras y risas, y menos aún que él estuviera a mi lado, tan cómodo, como si esa escena no fuera nada nuevo en su vida.
Mateo sonreía. Esa sonrisa que parecía ensayada, la que derrite a cualquiera… pero que a mí me irritaba porque significaba que, de alguna manera, él estaba disfrutando de verme acorralada.
—Deja de sonreír —murmuré, entre dientes, girándome para intentar escapar entre la multitud.
Él se inclinó hacia mí, tan cerca que su perfume, una mezcla fresca y amaderada, me nubló por un segundo.
—Si dejo de sonreír, pensarán que no estoy feliz de estar contigo.
Ese “contigo” hizo que las risas alrededor se encendieran más. Sentí calor en las mejillas. Alguien gritó que nos tomáramos una foto juntos, otro levantó el celular para grabarnos, y mi primera reacción fue querer hundirme en el suelo.
Logré apartarme de golpe, empujando entre los cuerpos, y avancé hacia el único lugar donde sabía que podía esconderme: la biblioteca del campus. Era mi refugio, aunque ahora no estaba segura de que ni siquiera ahí pudiera sacudirme el eco de su presencia.
El aire frío del interior me golpeó en cuanto crucé las puertas. Olía a papel viejo, a tinta y a silencio. Siempre había amado ese aroma porque significaba calma, concentración, horas perdidas entre páginas. Hoy, en cambio, lo respiraba como quien busca oxígeno desesperadamente después de un naufragio.
Me dirigí al rincón más apartado, cerca de una ventana empañada por la llovizna que seguía cayendo. Me dejé caer en la silla, el corazón todavía latiendo como si hubiera corrido un maratón. Mis manos temblaban y el celular vibraba sin parar dentro de mi bolso. No quise mirar. No podía.
Apoyé la frente sobre mis brazos, cerré los ojos y traté de convencerme de que todo esto se apagaría pronto, que la gente olvidaría ese maldito beso viral. Pero dentro de mí sabía que no… y lo peor era que, en el fondo, no quería olvidarlo tampoco.
—Bonito escondite.
Su voz.
No tuve ni que levantar la vista para saber que estaba ahí. Ese tono insolente, seguro, que parecía disfrutar irrumpiendo en mi mundo cada vez que intentaba cerrarle la puerta.
Lo miré. Estaba de pie, con la chaqueta negra aún húmeda por la lluvia, el cabello ligeramente despeinado y esa sonrisa que parecía tallada a mano. ¿Cómo demonios lo hacía? ¿Cómo lograba verse así en cualquier circunstancia?
—¿Me seguiste? —pregunté con una mezcla de enojo y… otra cosa que no quería nombrar.
—No. Te busqué. Hay diferencia —respondió, dejándose caer en la silla frente a mí como si le perteneciera.
Crucé los brazos.
—¿No tienes otra cosa que hacer?
—No tan interesante como esto.
Lo odié por su seguridad. Lo odié porque hablaba como si mi incomodidad fuera un espectáculo privado solo para él.
Bajé la mirada al libro que había tomado al azar de la mesa. Ni siquiera registraba el título. Solo necesitaba algo en mis manos para fingir que él no tenía todo mi foco. Pero claro, él no lo permitió.
—¿Sabes? —dijo, inclinándose hacia mí—. Me intriga que no estés disfrutando de todo esto.
Alcé una ceja.
—¿Disfrutar? De que me conviertan en un chisme barato por un beso que ni siquiera recuerdo bien.
Sonrió, ladeando la cabeza.
—Yo sí lo recuerdo. Perfecto.
Sentí cómo el calor me subía desde el cuello hasta las mejillas. Abrí la boca para responder, pero las palabras se quedaron atrapadas. Él lo notó, y por un instante la arrogancia se transformó en algo distinto… algo más suave, casi vulnerable.
Pero la magia duró poco.
Un grupo de estudiantes entró a la biblioteca y lo reconoció de inmediato. Escuché las risitas, los susurros, el sonido de un celular levantándose en el aire. La tensión me recorrió como un rayo.
—No. No otra vez —murmuré, poniéndome de pie.
Él también lo vio. Y en lugar de huir solo, me tomó de la mano sin preguntar y me arrastró hacia los estantes más alejados. Su mano era firme, cálida, y aunque debería haberme soltado… no lo hice.
Nos metimos en un pasillo oscuro, rodeados de libros que parecían ser testigos mudos de nuestro caos. El aire estaba impregnado de polvo y tinta, y el silencio era tan denso que podía oír el latido de mi corazón rebotando en mis costillas.
Él se detuvo, aún sujetándome, y me miró como si el mundo entero se hubiera reducido a ese espacio estrecho.
—Ahora estamos solos —susurró.
Tragué saliva, consciente de lo cerca que estábamos, de que mis hombros rozaban los suyos, de que cada respiración nos envolvía en un mismo ritmo.
—Esto es una locura —logré decir.
—Sí —admitió él, inclinándose un poco más—. Pero me gusta.
Mi pulso se desbocó. Había algo peligroso en su mirada, algo que me atraía como un imán, incluso cuando sabía que debía correr. Y sin embargo, mis pies no se movían.
Desde el primer momento en que la vi, supe que no era como las demás. Y ahora, en este rincón de biblioteca, con la luz tenue iluminando su rostro, me quedó claro por qué no podía dejarla ir.
No era solo el beso, aunque Dios, ese beso había sido una chispa que me quemó por dentro. Era la forma en que me miraba como si yo no fuera nadie especial, como si mi fama no significara nada. Esa indiferencia me volvía loco.
Podía sentir su nerviosismo en la forma en que respiraba, en cómo sus manos se apretaban contra los costados. Y quise provocarla más. Quise ver hasta dónde podía llevarla antes de que huyera de nuevo.
—Deberías admitirlo —murmuré, inclinándome lo suficiente para rozar su mejilla con mi aliento—. No puedes dejar de pensar en mí.
Ella alzó la barbilla, desafiante, aunque sus ojos brillaban con otra cosa.
—Ni en sueños.