Lucía
El mercado era un desorden hermoso: voces que se cruzaban, frutas que brillaban al sol, el olor a pan recién hecho y la sensación de que todo podía pasar.
No pensé en él cuando decidí venir.
O al menos eso me repetí cada tres minutos.
Y, por supuesto, ahí estaba.
Mateo.
Camisa blanca, mangas arremangadas, sonrisa de “no vine por ti, pero si estás aquí…”.
A veces el universo tiene un sentido del humor bastante cruel.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, fingiendo desinterés mientras examinaba un racimo de uvas que claramente no necesitaba.
—Me gusta venir donde el destino trabaja horas extras —respondió, apoyando un brazo sobre el puesto—. ¿Tú?
—Comparando precios.
—¿De frutas o de excusas?
Tuve que girarme para que no viera la sonrisa que se me escapó. Odioso. Encantador. Ambas cosas.
Seguimos caminando juntos, aunque ninguno lo propuso. Los roces “accidentales” empezaron a sentirse demasiado intencionados, y cada vez que su mano rozaba la mía, el aire parecía contraerse un poco.
—¿Quieres probar esto? —me ofreció una fruta extraña, naranja y con púas diminutas.
—¿Y si me envenenas?
—Morirías con estilo. Y yo escribiría tu obituario.
—Qué romántico.
—Depende del título. Podría ponerle “La chica que no quiso probar la fruta del destino”.
Me reí, aunque no debía. Todo en él me descolocaba.
Intenté tomar distancia, pero entonces soltó:
—Por cierto… besas mejor de lo que recuerdo.
Me atraganté con el aire. Él sonrió, descarado, y el corazón se me descompuso entre rabia y deseo.
—No recuerdo haberte pedido un análisis técnico —dije, intentando recuperar algo de dignidad.
—No me lo pediste. Pero lo necesitaba. —Su voz bajó, apenas un susurro—. No todos los accidentes dejan cicatrices tan bonitas.
Y en ese momento supe que no tenía escapatoria.
Ni del mercado.
Ni de él.
Ni de lo que me estaba pasando.
---
Mateo
El despacho de mi padre siempre huele a madera y control.
A perfección empaquetada.
Yo ni siquiera había terminado de sentarme y ya podía sentir la tensión, invisible, trepando por las paredes.
—Rechazaste Londres otra vez —dijo, sin levantar la vista de los documentos.
—No era para mí.
—Era una oportunidad.
—Era tu oportunidad, no la mía.
Levantó la mirada. Ese gesto suyo, tan exacto, tan medido, como si cada movimiento formara parte de un plan que yo jamás entendería.
Yo no encajaba en sus planes. Ni quería hacerlo.
—Mateo, no entiendes. Llevar el apellido no es un juego.
—Tú tampoco entiendes. No quiero que mi apellido decida quién soy.
Silencio. De esos que pesan más que un grito.
Por un momento, supe que quería decir algo más. Tal vez algo que no se atrevería a repetir si yo me quedaba. Así que me levanté.
—Si lo que buscas es un reflejo, busca un espejo, no un hijo —dije, y salí antes de escuchar su respuesta.
No respiré hasta que estuve fuera.
El aire sabía diferente. Más honesto.
Mi teléfono vibró.
Un mensaje.
De ella.
---
Lucía.
Solo ver su nombre encender la pantalla era suficiente para que todo el enojo se derritiera un poco.
“¿Puedo hablar contigo?”, decía el mensaje.
Nada más. Ni un emoji, ni una excusa. Directa. Tan Lucía.
Fui hasta el mirador. No sé si porque quería verla, o porque necesitaba no pensar.
El viento soplaba fuerte, arrastrando el olor del mar, y por primera vez en días, todo parecía… real.
Y entonces la vi acercarse.
Cabello alborotado, mirada cansada, la sombra de algo que no quería contar todavía.
—No sabía que los ricos también necesitaban aire —dijo, cruzándose de brazos.
—No sabía que las chicas valientes se asustaban de mensajes anónimos —respondí, sin pensarlo.
Ella me miró, sorprendida.
—¿Cómo sabes eso?
—Porque te conozco más de lo que te gusta admitir.
Por un momento, no dijo nada. El viento movía su cabello, y lo aparté con los dedos. Un gesto simple. Demasiado íntimo.
Ella no se alejó.
Ni yo quise hacerlo.
—Deberías dejar de buscarme —susurró.
—Y tú deberías dejar de aparecer en todos mis lugares favoritos.
Nos quedamos así. Sin hablar. Sin movernos.
Hasta que ella bajó la vista y murmuró algo que apenas escuché:
—Tal vez esto no sea una coincidencia.
No supe qué responder.
Pero sí supe que, por primera vez en mucho tiempo, no quería huir de lo que estaba sintiendo.
Ni de ella.