Lucía
Había jurado no volver a salir con él.
 Y, sin embargo, ahí estaba, otra vez frente a Mateo, sosteniendo un vaso de café que se estaba enfriando demasiado rápido.
—¿Me estás stalkeando o el universo no me quiere dejar tranquila? —dije, sin mirarlo, mientras él se recostaba en la silla con esa sonrisa que parecía un pecado legalizado.
—Depende. Si el universo tiene buena puntería, yo no me quejo —respondió, cruzando los brazos.
El café de la esquina era su refugio secreto, y ahora también el mío. Llevábamos semanas fingiendo que lo nuestro era casual. “Nos vemos por ahí”, decíamos. Pero el “por ahí” se había vuelto cada vez más exacto.
—Si sigues viniendo aquí, van a pensar que te enamoraste de los croissants —le dije, alzando una ceja.
—Tal vez lo hice. —Su mirada bajó a mis labios. No dijo más. No necesitó hacerlo.
El aire se volvió más espeso, más lento. Como si cada palabra fuera un paso peligroso sobre hielo delgado.
Afuera, una fotógrafa nos observaba con un interés demasiado curioso. Fingía tomar fotos al escaparate, pero el lente siempre terminaba apuntando hacia nosotros.
—Ignórala —susurró Mateo—. No vale la pena.
—Fácil para ti. No eres “la chica del beso viral”.
Él soltó una risa leve, de esas que te sacan de quicio porque hacen que el enojo se derrita.
 Y por un instante, quise creer que todo podía ser tan simple como una tarde de café.
Pero las notificaciones en mi celular decían lo contrario: mensajes anónimos, comentarios venenosos, rumores que me hacían temblar los dedos.
 “Sabes con quién te estás metiendo.”
 Lo borré sin pensarlo, pero esa frase se me quedó clavada como una astilla.
—¿Estás bien? —preguntó Mateo, inclinándose un poco hacia mí.
Mentí con una sonrisa. —Perfectamente.
Y él, tan tonto y tan lindo, me creyó.
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Mateo
Nunca supe si lo que más me irritaba era mi padre o la forma en que siempre lograba tener razón.
 Lucas Reign tenía el talento de convertir cualquier conversación en una negociación, incluso las familiares.
—¿Lucía? —repitió su nombre con un tono que sonaba a diagnóstico—. ¿Es esa la chica del escándalo?
—No fue un escándalo. Solo… un mal ángulo —repliqué, apoyándome en el escritorio.
Su oficina era un museo de premios y relojes caros. Y yo, su hijo, era la pieza que nunca encajaba.
—Te pedí discreción, Mateo. No por tu imagen, sino por la mía —dijo, sin mirarme—. La compañía no puede verse envuelta en otro “asunto sentimental”.
Quise reírme. No lo hice.
 Su versión de “asunto sentimental” incluía a su exnovia siendo ahora su asistente personal. Ironías de la vida.
—No estoy involucrado con ella —mentí con el tono más convincente que pude.
Lucas levantó la vista. Tenía esos ojos grises que nunca mostraban nada, salvo decepción.
 —Claro que lo estás. Si no fuera importante, no estarías defendiéndola.
Por un segundo quise golpear algo. O gritar. Pero solo me quedé quieto.
—Lucía no tiene nada que ver con tus planes —dije al final—. No es una amenaza para tu reputación.
Él sonrió, despacio, con ese gesto que siempre me helaba la sangre.
 —No me preocupa ella, hijo. Me preocupa lo que hace contigo. Estás empezando a parecerte demasiado a mí.
Ese fue el golpe más bajo que podía dar.
 Y el más certero.
Salí de la oficina con la garganta apretada. Afuera, los pasillos de la empresa parecían más fríos de lo habitual. En mi celular, un mensaje nuevo: una foto de Lucía, caminando sola. Tomada a escondidas. Sin remitente.
El universo se estaba volviendo demasiado ruidoso.
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Lucía
No era paranoia si realmente alguien te seguía.
 Primero fue la fotógrafa, luego un tipo con capucha en la parada del bus, y después… ese mensaje con mi dirección.
Mateo no debía enterarse. No quería ser “otra carga” para su vida ya complicada. Pero las manos me temblaban cuando abrí la puerta del edificio.
—Lucía. —La voz me hizo girar tan rápido que casi se me cae el bolso.
Mateo estaba ahí, apoyado contra su auto. No llevaba traje, sino una sudadera gris y un gorro que le daba un aire de chico normal. Era casi insultante lo bien que le quedaba ser normal.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, disimulando mi susto.
—Pasaba por casualidad. —Mentira evidente.
—¿Por casualidad a las diez de la noche frente a mi edificio?
Él sonrió, culpable. —Ok, tal vez quería verte.
Suspiré. No podía enojarme. No con alguien que me miraba como si el mundo se detuviera justo donde yo estaba parada.
Subimos juntos a la azotea del edificio, donde el aire olía a lluvia y ciudad cansada.
 Hablamos de todo y de nada. De películas que ninguno había terminado, de canciones que no deberíamos admitir que nos gustaban.
Y entonces, él se puso serio.
 —¿Has estado bien últimamente?
—Claro. —Otra mentira.
—Lucía… —Su voz bajó de tono—. Si alguien te está molestando, quiero saberlo.
Tragué saliva. No podía decirle. No cuando su vida era una bomba a punto de estallar por su padre, la prensa y ahora, por mí.
—Solo ha sido una semana rara —murmuré, mirando las luces del barrio—. Nada que no pueda manejar.
Pero lo que vi en su mirada no fue alivio. Fue preocupación. Real, pura.
 Se acercó un paso más, lo suficiente para que el aire entre nosotros desapareciera.
—No me gusta cuando te callas cosas —dijo en voz baja.
—Y a mí no me gusta cuando me miras así.
—¿Así cómo?
—Como si tuvieras derecho a hacerlo.
Nos quedamos en silencio. Tan cerca que podía sentir el calor de su respiración.
 Y ahí, en ese punto de no retorno, comprendí que ya no podía fingir.
Pero antes de decir algo, su celular vibró.