Lucía
La invitación sigue sobre mi mesa, intacta, como si esperara a que yo tuviera el valor de tocarla otra vez. Han pasado días. A veces la miro mientras desayuno, otras cuando llego del trabajo. Es solo un pedazo de papel dorado… pero me altera el pulso cada vez que la veo.
Camila dice que debo ir.
 —No puedes esconderte para siempre, Lu. Al menos míralo a la cara.
 —¿Y si no quiero? —le contesto, intentando sonar firme.
 —Entonces será él quien gane.
La detesto cuando tiene razón.
Por más que intento convencerme de que ya lo superé, que fue un error, una historia que debía morir, hay algo dentro de mí que sigue latiendo con su nombre.
El día del evento, despierto con el corazón acelerado. Me arreglo sin prisa, como si cada movimiento pudiera retrasar lo inevitable.
 Elijo un vestido sencillo, azul oscuro, uno que no grite atención, pero tampoco tristeza.
 Frente al espejo, veo mi reflejo temblar un poco mientras intento maquillarme.
 Mis dedos dudan, y mis pensamientos también.
“¿Y si no ha cambiado nada? ¿Y si verlo solo me destruye otra vez?”
Pero hay otra voz, la más honesta, la que susurra entre todas las dudas:
 Aún lo amas, aunque odies admitirlo.
Me pongo los aretes que usé la primera noche que salimos. Tal vez es un acto de cobardía, o de nostalgia.
 Antes de salir, tomo aire y murmuro para mí misma:
 —Solo lo miraré. Y luego me iré.
Miento, y lo sé.
 ---
Mateo
No quería venir. Ni cantar, ni hablar, ni fingir que este evento es otra fachada más de “los Castillo ayudando al mundo”. Pero acepté, porque algo en mí necesitaba cerrar un ciclo… o tal vez abrir uno nuevo.
El lugar está lleno de flashes, copas de vino y sonrisas falsas. Mi nombre aparece en los carteles como “Artista invitado especial”. Antes eso me habría importado; hoy solo me pesa.
Desde el escenario, veo la multitud como si estuviera a años luz. Toco la guitarra y empiezo a cantar. No una canción cualquiera, sino una que escribí hace noches de insomnio, cuando el silencio era mi única compañía.
La letra habla de alguien que nunca pidió ser parte del caos.
 De una chica que amaba la calma y terminó atrapada en mi tormenta.
 De mí, y de ella.
Las luces me ciegan por un instante.
 Y entonces, la veo.
Entre el público. De pie, con ese vestido azul que parece robarle luz al lugar.
 Lucía.
Mi voz titubea por primera vez.
 No debería mirar, pero no puedo evitarlo.
 Sus ojos me sostienen apenas unos segundos, y en ese momento todo el ruido desaparece. No hay cámaras, ni invitados, ni mi padre presumiendo su fundación. Solo ella.
Cuando la canción termina, el aplauso suena distante.
 Quisiera bajar del escenario y decirle que lo sé todo. Que lo siento. Que esta vez no la dejaría sola ni aunque el mundo se cayera.
Pero solo puedo mirarla… y verla marcharse entre la multitud.
---
Lucía
Intento salir antes de que él me vea. Me abro paso entre vestidos brillantes y perfumes caros, con el corazón golpeándome el pecho. Pero no llego lejos.
—Lucía.
Su voz. Tan cerca, tan familiar, tan peligrosa.
Me doy la vuelta. Está frente a mí, sin traje de gala, sin esa arrogancia que solía rodearlo. Solo Mateo. O lo que queda de él.
Por un momento ninguno de los dos dice nada. Hay demasiadas palabras atascadas, demasiado pasado entre ambos.
 —No deberías estar aquí —le digo al fin.
 —Y tú tampoco. Pero aquí estamos.
Sus ojos son un torbellino: cansancio, culpa, ternura.
 —No vine a pedirte nada —agrega, con voz baja—. Solo necesitaba que supieras la verdad.
Quiero decirle que no me interesa, que ya no me importa, pero mis manos tiemblan.
 —¿La verdad? —repito.
Él asiente, con una tristeza que me parte.
 —Fue mi padre. Él filtró el video. No fue Sienna. No fui yo.
Siento cómo el aire se me escapa.
 Todo encaja de golpe: la frialdad de Lucas, las miradas esquivas, las palabras sin sentido.
—¿Y ahora qué? —susurro—. ¿Crees que eso borra todo lo que pasó?
—No. Pero es lo único que puedo darte: la verdad.
Nos quedamos mirándonos, y por un instante siento que el tiempo retrocede. Sus ojos me buscan, y los míos se pierden un poco en ellos.
 Pero alrededor, la multitud ya los ha notado.
Flashes. Voces. Murmullos.
 Las cámaras giran hacia nosotros como una ola que está a punto de arrasar con todo.
Él da un paso, intentando acercarse, pero retrocedo.
 —Lucía, por favor…
 —No lo hagas más difícil —digo, apenas audible.
Los flashes nos ciegan.
 Y entonces hago lo único que puedo hacer: me alejo.
Siento su mirada clavada en mí mientras me pierdo entre la gente.
 Cada paso duele, pero quedarse dolería más.
Cuando llego a la puerta, el aire fresco me corta el rostro. Cierro los ojos y dejo que la noche me envuelva.
> “A veces, la verdad llega tan tarde, que ya no sabes si sirve para sanar… o para doler de nuevo.”
Y esa noche, mientras las luces del evento se apagan a lo lejos, entiendo que algunas verdades no liberan: solo abren heridas que nunca terminan de cerrar.