Mateo
El ruido de los flashes siempre me ha parecido un idioma cruel.
 Uno que aplaude, pero también muerde.
 Cada destello me recuerda que la fama no ilumina; quema.
Esta noche el vestíbulo del hotel está lleno de gente que sonríe demasiado. Las cámaras, las entrevistas, los vasos de champaña que tintinean en manos que jamás han sentido culpa. Todos me observan como si esperaran una versión exacta del hombre que fui: impecable, encantador, predecible.
 Pero ese Mateo ya no existe.
Mi padre no está aquí —y aun así, su sombra parece recostada sobre cada alfombra roja.
 Lucas Castillo siempre logra estar presente incluso cuando se ausenta.
 Su apellido sigue brillando en los carteles del evento: “Fundación Castillo por la Esperanza”.
 Su nombre, su fortuna, su control.
Yo vine porque no podía seguir huyendo.
 Porque necesitaba demostrarme —más que al público— que soy capaz de mirar las luces sin esconderme detrás de ellas.
—Mateo, esta noche todos van a hablar de ti otra vez —me dice mi representante mientras me acomoda el cuello de la chaqueta—. Estás preparado, ¿verdad?
Asiento sin mirarlo.
 No lo estoy, pero eso no importa.
 Aprendí a cantar incluso cuando el alma me tiembla.
Las puertas del salón principal se abren y un aire denso, cargado de perfume y expectativa, me golpea el pecho. El evento benéfico es una perfecta coreografía de opulencia: mesas redondas, flores blancas, luces doradas que se reflejan en copas de cristal. Los invitados murmuran, se saludan, me observan.
 Algunos me felicitan con falsas sonrisas; otros fingen no haberme visto.
La música ambiental apenas cubre el ruido de sus juicios.
Camino entre ellos, sintiendo la misma incomodidad que me causaban las juntas empresariales de mi padre. Solo que aquí el poder se viste de lentejuelas, no de corbatas.
—Mateo —una voz femenina me detiene—. ¿Es cierto lo que dicen? ¿Tu próxima canción está inspirada en… ella?
No respondo.
 La reportera sonríe, satisfecha con mi silencio.
 El silencio vende más que cualquier palabra.
Detrás del escenario, todo parece más real.
 El ruido se apaga y solo queda mi respiración, la guitarra apoyada en la silla, las partituras abiertas con anotaciones que nadie más entiende.
Hace dos semanas dejé la empresa Castillo. Dos semanas desde que le grité a mi padre que prefería ser libre a ser su copia. Dos semanas sin dormir bien, sin poder escribir una nota que no me doliera.
 Y, aun así, aquí estoy.
 Intentando reconstruirme con melodías que todavía sangran.
La asistente me avisa que faltan cinco minutos.
 Cinco minutos para enfrentar un público que cree conocerme.
 Cinco minutos para intentar cantar sin que su nombre me tiemble en la garganta.
Lucía.
Cada vez que lo pienso, me duele un poco menos, pero todavía no lo suficiente.
El presentador anuncia mi nombre.
 Los aplausos estallan.
 Subo al escenario con la serenidad forzada de quien lleva meses ensayando una sonrisa para ocultar un incendio.
El foco principal me ciega por un instante.
 Veo sombras en la primera fila, rostros difusos, destellos de cámaras.
 Y luego, la guitarra.
 Mi refugio.
 Mi verdad.
Toco los primeros acordes y el salón se silencia.
 El eco llena el espacio, suave al principio, casi como un susurro.
—Esta canción —digo, con la voz un poco rota— es para alguien que nunca pidió ser parte del caos.
Algunas personas asienten, creyendo entender.
 No lo hacen.
 Solo ella podría hacerlo.
Respiro.
 Y canto.
La letra es una confesión disfrazada.
 Habla de una ciudad que olvida, de un amor que se esconde entre titulares, de un silencio que grita más fuerte que cualquier nota.
 Canto sobre un adiós que no fue mutuo.
 Sobre una mirada que aún me persigue cuando cierro los ojos.
Y entonces, ocurre algo.
En medio del público, una figura se mueve.
 Un vestido claro.
 Cabello suelto cayendo por un hombro.
 Una forma de inclinar la cabeza que conozco mejor que mi propio reflejo.
El corazón me da un vuelco.
No puede ser.
La luz del escenario cambia y por un segundo la veo —o creo verla— entre las mesas, mirando hacia mí con esa mezcla de ternura y distancia que siempre tuvo.
Lucía.
Mi voz se quiebra, pero sigo cantando.
 Disimulo el temblor transformándolo en emoción.
 El público lo interpreta como pasión.
 No saben que estoy luchando contra el deseo de saltar del escenario y comprobar si realmente es ella.
Termino la canción con un silencio largo, casi reverencial.
 La última nota queda suspendida en el aire, vibrando entre nosotros.
 El público estalla en aplausos.
 Yo solo puedo mirar hacia ese rincón del salón donde, hace un instante, juraría haberla visto.
Pero ya no está.
Después de los aplausos, los discursos y las felicitaciones, logro escapar por una puerta lateral hacia los pasillos del hotel.
 Necesito aire.
 Necesito saber si fue real.
El sonido de mis propios pasos me resulta extraño.
 Camino rápido, con el corazón golpeándome el pecho como si fuera a derribarlo.
 Busco entre los pasillos, entre rostros, entre ecos.
 Nada.
¿Estoy volviéndome loco?
Quizá fue mi culpa.
 Quizá el deseo de verla fue tan fuerte que terminé inventándola.
 Pero juro que sentí su presencia, como una corriente de aire, como el perfume que solía dejar en mis camisas.
Me detengo frente a una ventana enorme desde donde se ve la ciudad iluminada.
 Las luces titilan, lejanas, ordenadas, indiferentes.
 Pienso en todo lo que he perdido.
 En lo que gané al dejar el apellido, y lo que sacrifiqué al hacerlo.
Libertad.
 Y a ella.