Lucía
Hay invitaciones que pesan más que cartas de amor.
 Y esta, con su papel dorado y su caligrafía perfecta, parecía un recordatorio del pasado que intentaba olvidar.
La dejé sobre la mesa por días.
 Cada mañana la miraba al pasar, como si fuera un animal dormido que podía despertar en cualquier momento.
 A veces pensaba en romperla. Otras, en ir solo para demostrarme que ya no me dolía.
 Mentira.
 Sí dolía. Dolía incluso no abrirla.
La prensa todavía susurra mi nombre. No con la fuerza de antes, pero lo suficiente para convertirme en un eco incómodo en los portales de farándula. “La chica del escándalo.” Así me llaman.
 Ya no soy Lucía, la estudiante que soñaba con una vida tranquila.
 Soy el rumor que se convirtió en noticia.
Durante semanas intenté desaparecer.
 Cambié mis horarios, mis rutas, mis redes.
 Dejé de leer comentarios y de mirar notificaciones que solo traían fantasmas.
 Pero por más que huyera, algo seguía allí, latiendo debajo del silencio.
Su voz.
Cada vez que escuchaba su música, el mundo se detenía.
 Aunque lo negara, cada verso suyo seguía viviendo en mí.
La noche antes del evento no dormí.
 La invitación seguía sobre la mesa.
 La leí una última vez.
“Evento Benéfico Fundación Castillo.
 Artista invitado: Mateo Castillo.”
Mi corazón reaccionó antes que mi mente.
 Una parte de mí quería verlo.
 No para hablar.
 Solo para comprobar que seguía siendo real, que no lo había soñado.
Me repetí que iría como espectadora, nada más.
 Como alguien que asiste a un concierto.
 Como si entre nosotros no existieran las cicatrices que aún duelen.
Pero cuando busqué un vestido, mis manos temblaban.
 Elegí uno sencillo, color marfil.
 Nada de brillos, nada que llamara la atención.
 Solo quería ser una sombra más entre la multitud.
Mientras me miraba al espejo, pensé:
 “Quizá no se dé cuenta de que estoy ahí. Quizá eso sea lo mejor.”
Y, aun así, en lo más profundo, deseé que sí lo hiciera.
El salón del hotel parecía otro mundo.
 Luces doradas, cámaras, risas ensayadas.
 Todos los presentes hablaban con esa naturalidad arrogante de quienes nunca han tenido que esconderse.
 Yo me movía entre ellos en silencio, cuidando cada paso.
 Nadie me reconoció. O tal vez sí, pero fingieron no hacerlo.
 Lo agradecí.
Me senté al fondo, en una mesa sin nombre.
 Desde allí podía ver el escenario, el mar de gente, el brillo constante de los flashes.
 Y cuando lo anunciaron, mi corazón simplemente… se detuvo.
—Con ustedes, Mateo Castillo.
No lo veía desde hacía meses.
 Y, sin embargo, al primer segundo supe que nada había cambiado.
Su presencia llenaba el lugar de una forma que dolía.
 Estaba diferente, más delgado, más serio, pero sus ojos seguían teniendo ese brillo que conocía: una mezcla de calma y tormenta.
 Llevaba un traje negro, sin adornos, sin el aire arrogante del “hijo perfecto” que el mundo aplaudía antes.
 Era él, pero más humano. Más roto.
Cuando tomó el micrófono, el público guardó silencio.
 Yo también.
—Esta canción —dijo— es para alguien que nunca pidió ser parte del caos.
Su voz vibró, suave, quebrada.
 Y de pronto el aire se volvió más denso.
 Como si todo lo demás desapareciera y solo quedáramos él y yo.
Las primeras notas me perforaron.
 Era una melodía lenta, casi triste, con acordes que sonaban a despedida.
 Cada verso era una herida abierta.
“Entre luces y sombras te busqué,
 pero el reflejo nunca fue tu rostro.
 Prometí olvidarte, y mentí.”
Mis manos temblaron sobre mi regazo.
 Tragué saliva, intentando mantener la compostura, pero las lágrimas llegaron sin permiso.
 No podía contenerlas.
Él cantaba con los ojos cerrados, y aun así, sentía que me veía.
 Cada palabra parecía dirigida a mí, como si las hubiera escrito en ese mismo instante.
 No era una canción.
 Era una confesión disfrazada de melodía.
El público lo aplaudía entre estrofas, sin entender.
 Solo yo comprendía cada pausa, cada suspiro, cada temblor en su voz.
 Era nuestra historia escondida bajo acordes que el mundo interpretaría como arte.
Y en medio de ese mar de desconocidos, yo lloraba.
 Silenciosamente, con la cabeza agachada, como si el sonido de mis sollozos pudiera romper la ilusión.
Cuando la canción terminó, no pude quedarme.
 El pecho me dolía demasiado.
 Me levanté, con el corazón apretado y las lágrimas empañando mi visión.
 El aplauso del público retumbaba, pero para mí solo existía el silencio.
Di unos pasos hacia la salida, y entonces lo sentí.
 Esa sensación que no se olvida: una mirada.
 Una corriente invisible que te atraviesa incluso sin tocarte.
Me giré.
Él estaba de pie en el escenario, mirando directamente hacia mí.
 El resto del público seguía aplaudiendo, pero entre nosotros el tiempo se detuvo.
Nuestros ojos se encontraron por primera vez en meses.
 Y todo lo que creí haber olvidado regresó de golpe.
El amor.
 La rabia.
 La nostalgia.
 El miedo.
Su mirada me buscaba, desesperada, como si confirmara algo que había estado dudando.
 La mía se sostuvo apenas unos segundos antes de que el pánico me venciera.
No estaba lista.
 No sabía qué decir.
 No sabía si odiarlo o abrazarlo.
El aire se volvió espeso.
 Las luces me parecían demasiado brillantes, el sonido demasiado fuerte.
 Sentía que todos los presentes podían ver lo que pasaba entre nosotros, aunque no entendieran nada.
Él bajó del escenario.
 Las cámaras empezaron a girar, los guardias se movieron, el público abrió paso sin comprender.
 Yo retrocedí.