Mateo
Las luces del escenario aún parpadeaban detrás de mí, destellando como heridas abiertas. El evento seguía su curso —discursos, risas, copas chocando—, pero yo ya no estaba ahí. La ovación se desvanecía como un eco lejano, y solo una cosa ocupaba mi mente: ella.
Lucía.
Por un instante creí que era una ilusión, una proyección de mis ganas. Pero entonces la vi moverse entre la multitud, el brillo de su cabello rozando la luz dorada de los reflectores. Era ella. Y todo lo que creí haber superado se derrumbó.
Sentí cómo la adrenalina me atravesaba. Ni los flashes, ni los murmullos, ni el protocolo de los guardaespaldas me detuvieron. Avancé entre la gente sin mirar a nadie. El ruido de las cámaras me seguía, pero ya no importaba.
Cada paso era una súplica. Cada respiración, una confesión.
Cuando por fin me detuve frente a ella, el mundo se apagó. Solo quedamos los dos.
No dije nada. No podía.
 Sus ojos eran un abismo familiar. En ellos estaba todo lo que había perdido: calma, ternura, casa.
 Y miedo.
—Lucía… —susurré, apenas audaz.
Ella bajó la mirada, temblando. Quise acercarme, pero su cuerpo dio un paso atrás.
El silencio entre nosotros fue una cuerda tensa a punto de romperse.
Yo ya no era el mismo hombre que ella conoció. Ni el que la prensa convirtió en un villano, ni el hijo obediente del imperio Castillo. Era un hombre roto. Y frente a ella, no podía fingir fuerza.
Inspiré hondo. Sentí el temblor en mis manos, el nudo en la garganta. No había vuelta atrás.
—Necesito decirte la verdad —dije.
Ella no respondió. Solo me miró con esos ojos donde siempre supe si debía hablar o callar.
Así que hablé.
Le conté todo.
 Lo del video. Lo de mi padre. La reunión. La pelea. La renuncia. Todo lo que me había callado.
Mis palabras salían atropelladas, cargadas de rabia, culpa y cansancio.
 Y cuando terminé, solo quedaba un silencio imposible.
—No fui yo, Lucía —murmuré—. Nunca lo habría hecho. Ni por fama, ni por miedo, ni por mi padre.
 Ella pestañeó despacio, con una lágrima escapando de su control.
—¿Por qué me dices esto ahora? —preguntó, apenas audible.
—Porque pasé semanas imaginando cómo sería mirarte a los ojos sin mentirte. Y hoy, por primera vez, puedo hacerlo.
Su respiración se quebró. Mis palabras flotaban entre nosotros, pesadas, frágiles.
No esperaba perdón. Ni siquiera creía merecerlo.
 Solo quería que supiera la verdad.
Di un paso hacia ella.
—No quiero que me creas hoy —dije, con la voz casi rota—. Quiero que me dejes intentarlo mañana.
Por un segundo, el tiempo se detuvo. Sus labios temblaron, pero no respondió. Solo respiró hondo, y su silencio fue más devastador que cualquier rechazo.
Lucía
No sé cómo no salí corriendo.
 Lo vi avanzar entre la multitud como un recuerdo que se negaba a morir.
 Era él, el mismo que había prometido no buscarme, el que me destruyó sin una palabra.
Y sin embargo, cuando dijo mi nombre, algo dentro de mí cedió.
Su voz. Esa voz que me había acompañado en sueños, en canciones, en el ruido del mundo.
 Me paralizó.
Lo escuché hablar, temblar, romperse frente a mí. Su sinceridad me dolía más que sus mentiras. Porque si era verdad lo que decía… entonces todo el dolor que había sentido había sido por culpa de otros, no de él. Y eso lo hacía mil veces peor.
Mientras hablaba, recordé sus manos sobre el piano, la forma en que cerraba los ojos cuando me cantaba algo improvisado. Recordé su risa.
 Y sentí rabia. Rabia porque todavía podía recordar todo eso.
—No sé si puedo confiar en ti otra vez —dije al fin.
Mi voz sonó más fría de lo que sentía. Pero era la única forma de no derrumbarme.
Él bajó la mirada, con una tristeza tan real que me partió el alma.
 Luego sonrió, una de esas sonrisas que esconden más pena que luz.
—Entonces déjame intentarlo cada día —susurró.
Mi corazón se contrajo.
Por un segundo, quise creerle. Quise lanzarme a sus brazos, olvidar el escándalo, el miedo, las noches llorando frente a una pantalla vacía.
 Pero las luces del evento me recordaron dónde estábamos.
 Cámaras. Gente mirando. Voces murmurando.
Una ráfaga de flashes estalló a nuestro alrededor.
 Y entonces lo comprendí: el mundo nos estaba observando otra vez.
Retrocedí un paso, confundida entre los destellos.
 Él intentó acercarse, pero una ola de asistentes, fotógrafos y curiosos nos separó.
La música del evento seguía sonando, suave, irónica. Era la misma canción que había cantado por mí.
—Lucía —lo escuché llamar, su voz perdiéndose entre el ruido.
Me giré apenas, el corazón latiéndome en los oídos.
 Nuestros ojos se encontraron una última vez.
 Y en esa mirada, había tanto amor y tanto dolor que me sentí vacía.
Las luces se apagaron.
 Solo quedaron murmullos, cámaras, respiraciones agitadas.
Y en medio del caos, comprendí algo:
 la historia entre nosotros no había terminado.
 Solo había cambiado de escenario.
Mientras me alejaba, escuché un clic.
 Un paparazzi había captado justo el momento en que nuestras miradas se fundieron.
Supe, sin mirar atrás, que esa imagen se volvería viral.
 Y que a partir de mañana, todo volvería a empezar: los titulares, los juicios, las suposiciones.
Pero esta vez… no era el odio lo que me temía enfrentar.
 Era la posibilidad de volver a amarlo.
“Bajo la misma canción, los dos seguimos siendo los mismos…
 solo que ahora, la letra nos duele diferente.”